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CRÓNICA

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Fito Celis

Por: Laura Katherine Mesa Holguín.

Reseña de Aquella vez que el fuego casi me alcanza, crónica del autor Fito Celis

Fito Celis nos comparte en su crónica una historia personal que refleja una realidad colectiva: la de miles de jóvenes colombianos que se enfrentan al proceso de reclutamiento. A través de su narración muestra el miedo que se siente no solo ante el Ejército, sino ante la posibilidad de ser parte de cualquier grupo armado, perder la libertad, los sueños y hasta la intimidad. Con un lenguaje fresco, lleno de expresiones coloquiales, ironía y humor negro, convierte una experiencia difícil en un relato vivo con una mezcla de nervios, vergüenza y angustia, algo tan humano, que hace sentir fragilidad y crudeza.

Es doloroso pensar que en Colombia muchos jóvenes deben decidir primero qué uniforme van a usar (el del Ejército, el de un grupo armado, el de la cárcel o el cementerio) antes de elegir una carrera profesional o un oficio que les apasione; es así que podemos evidenciar lo difícil que es crecer en un país donde la muerte es cotidiana, y el miedo una costumbre familiar.

Leer esta crónica me hizo pensar en lo poco que conocemos de  “las prácticas legales” del país en el que vivimos. “Prestar el servicio”, como lo llamamos popularmente, es una realidad que todos sabemos que existe, pero pocos entienden lo oscuro que hay detrás: el desgaste físico, mental y emocional, la pérdida de los sueños construidos, la forma en que se moldea la personalidad “al servicio” de políticas que destruyen lo humano y muchas veces, perder la vida. Me pregunto si los jóvenes prestan un servicio, o si, como dice el autor, regalan un año de su vida para pelear causas ajenas. Aunque el final parece feliz, es solo una coincidencia afortunada, una bendición, un error del sistema que, paradójicamente, lo salvó. 

Esta es más que una historia, es un testimonio real convertido en literatura, una denuncia social y un fragmento de la biografía de Colombia que merece ser leída y recordada.

Aquella vez que el fuego casi me alcanza

Fito Celis


 

Yo no quería. La sola idea de ponerme un camuflado, disparar un arma, sumirme en la disciplina de la milicia, me daba náuseas, repelús existencial. No quería, pero debía. El deber llamaba, me dijeron. La patria. Debía ser un hombre, portarme como tal. Un héroe como los protagonistas de Hombres de honor, una serie bélica noventera financiada por el Ejército Nacional, que echaban los sábados por el Canal Uno. No me convencían, ni los discursos guerreristas ni la maldita serie, pero ahí estaba en la fila del reclutamiento. Recuerdo esa fila infame. Uno detrás de otro, bajo un sol de guacamayas, los trece muchachos que cursábamos grado once en el colegio María Montessori de El Copey, Cesar. Esperábamos. El temor colectivo se disfrazaba de chiste, de calvazo, de comentario soez. Me recuerdo al final de la fila mamando gallo con Euclides Buelvas, un negro espigado al que llamábamos el Pana Bagre, con el que también hacía pareja de centrales en el equipo de fútbol. Era septiembre de 1996 y yo acababa de sacar cédula y me había estirado unos veinte centímetros de estatura ese año, cosa por demás inesperada, lo que me hacía uno de los más altos del salón. Eso sí, era flaco, reflaco, enclenque, langaruto. Apenas pesaba 58 kilos y parecía que cualquier ventarrón podía llevarme en andas. Y recuerdo que aquellos eran días de plomo y miedo y sangre. Las AUC acababan de llegar al pueblo y habían cometido su primera masacre durante las fiestas de San Roque. Las historias de secuestros, desapariciones, torturas y asesinatos eran pan caliente. El terror se respiraba en un aire hecho de susurros y bembeo. La gente se acostaba temprano y rezaba amanecer viva al otro día. Los paras llegaban en la noche, echaban abajo las puertas con una cachiporra, sacaban a rastras a sus víctimas y las montaban en una camioneta de vidrios polarizados. Y adiós que te guarde el cielo. Yo era un manojo de nervios, un flan, una gelatina. Si en la alta noche sentía pasar un carro por la calle de la Caja Agraria donde vivía, pensaba que ya venían por mí. La idea era obsesiva. ¿Por qué? Porque era de Chimila, un pueblo guerrillero incrustado en la Sierra, porque tenía amigos en la guerrilla, porque habían intentado enrolarme, porque estaba paranoico, porque nadie estaba a salvo, porque el miedo me había parasitado el alma. Quizá también porque en esos días un sicario mató a un hombre que caminaba a mi lado, a mitad de la calle y a plena luz del día y al cabo de un partido de fútbol. Yo vi cómo la moto con dos enmascarados paró a unos dos metros adelante y vi cuando el parrillero apuntó una pistola en nuestra dirección y sentí el tiro y vi el cuerpo desmadejarse a mi costado, con la cabeza estallada, y corrí como loco y en la seguridad de mi casa vi que traía gotas de sangre en la cara y en la ropa y en los tenis. Ese era mi mundo, un mundo hostil y fariseo, en el que los ejércitos, todos los ejércitos, reclutaban muchachos para sus causas; pero yo no quería eso. No quería pelear ninguna guerra, no disparar contra nada vivo, no lastimar a nadie. Eso me hacía un cobarde a ojos vistas, me sabía un cobarde, pero podía vivir con ello. Prefería leer la revista Deporte Gráfico y la Tv y Novelas y jugar campeonatos de fútbol y prepararme para las pruebas del Icfes, convencido como estaba de que iba a sacar 350 puntos y que con ese puntaje tendría una única oportunidad de ir a la universidad, a alguna universidad. Y, si no, al seminario para ser sacerdote. Pero antes tocaba definir la situación militar y para eso primero tocaba pasar por la prueba de aptitud física del Ejército y en esas estaba, ahí en la fila, con esos otros trece pelaos pueblerinos, esperando, esperando. Allá me veo con ellos y escribo que éramos unas bellezas. Trece casi niños con los ojos brillantes y las caras llenas de acné y los bigotes incipientes. Frescos, refrescos. Carne nueva para los cañones. Carne éramos. Trece corderos ad portas del sacrificio. Trece muchachos, con nombres como Naiver, Raumir, Olver o Danilo Moisés, en medio del enjambre de estudiantes que aquella mañana se disponían a pasar por una prueba física que nos asustaba. Si te declaraban apto y te metían al balotaje y te tocaba la bola mala tal vez terminarías en el Catatumbo o en el Sur de Bolívar y de por allá quizá solo te devolverían a los tuyos en una caja de madera. Nadie quería eso. Nadie. Igual, fuimos pasando por grupos. Primero los chicos de los colegios públicos, el Agropecuario y el Comunal, que eran la mayoría. Después los del Centeco, modalidad comercial. Por último, nosotros, los del Montessori, la minoría, la élite. El nuestro era el colegio más play del pueblo. Allá estudiaban los hijos de las familias más ricas. Mi familia era bien pobre, nomás que me ofrecieron una beca por rendimiento académico. Se diría que me cultivaban para mantener la hegemonía en pruebas Icfes. Era su caballo ganador de esa temporada. Y ahí estaba en la fila, con otro terror: el miedo a la empelotada en público. Entiéndanme. Era virgen y tímido y pudoroso. Sobrepensaba. Sobrepienso. Virgen del Carmen bendita que todo lo puedes que no se me pare, que no se me encoja, que todo, y cuando digo todo es todo, esté en su puesto, normal, indiferente, como debe ser. Virgen del agarradero, agárrame de primero. Un militar nos dio la orden: ¡A la cuenta de tres, todos en bola! ¡Uno! Empieza la lluvia de zapatos, calcetines, suéteres, ¡dos!, bluyines y calzoncillos. ¡Y tres! Nadie supo cómo, a qué hora, de qué manera, como si el miedo a los gritos fuera más fuerte que la vergüenza, estábamos desnudos, sorprendidos de nuestra delgadez, nuestros cortes al rape, nuestras vergas desgalamidas, nuestra miseria humana. Un grupo de militares nos arreó como animales hacia donde otro par de militares y una enfermera nos esperaban. La vergüenza se nos volvió risita. Nos veíamos ridículos, como una panda de pollos pelecos recién salidos del cascarón. Otro grito contuvo a tiempo la recocha: ¡Silencio, partida de cacorros! Nos miramos a los ojos, a la cara. Nadie iba a bajar la mirada so riesgo de pasar por maricón y eso sí que no. Yo sigo ahí en mis trece, con los trece, pero estamos de una manera nueva, irreconocibles en esos trajes de huesos y piel y pelos, como si no hubiéramos pasado varios años juntos, sentados uno al lado del otro. Como si tantas horas entre fútbol, español y matemáticas solo condujeran a ese ahí y a ese ahora. Y así fuimos pasando por orden alfabético. Me tocaba entre Caro y Chamorro. La enfermera, cuya cara he olvidado, nos hizo poner en puntas de pie, nos hizo tomar aire y exhalarlo, nos pulsó los testículos, nos pinchó con el dedo en ciertas partes del cuerpo. Preguntó si nos dolía. A nadie le dolió. Yo contengo la respiración todavía, me quedo en blanco o en negro o incoloro. No hay pensamientos, ni sensaciones, ni siquiera un miserable arco reflejo. Esa mujer ya no está aquí, no es nadie, no tiene rostro. Es solo una burócrata del Ejército que se evapora en un plisplás. No ocurre nada raro. Todos somos normales, aptos para servir a la patria, trece posibles próceres sin ropa y ya sin vergüenza. Y continúo allá, parado en mis pies de los dieciocho años, detenido en esa foto fija del recuerdo, con veintiocho kilos menos que ahora. Un ser casi del aire, un papalote con estos mismos huesos, con la misma cicatriz que me parte el pecho, con los lunares rojos que le heredé a mi madre desperdigados entre el tórax y el abdomen, y las mismas piernas velludas y la lumbalgia de siempre y los genitales atiborrados de un pelambre grueso y las marcas del trabajo campesino y cada órgano proporcional a mi estatura de casi dos metros. Y allí vuelvo siempre, al instante de una desnudez nueva, empelotado frente a un pelotón de fusilamiento, en el supuesto de que la vida fuese como la literatura. ¡Pero qué va!, la vida no es literatura y si creía que allí terminaba todo, pues no, no termina. Cuando ya parece que todo está listo y todo el mundo para su casa y a esperar el sorteo de las balotas para ver si le regalo un año de mi vida, de pronto hasta la vida, al Ejército Nacional, resulta que en la base de datos, a la que un soldado accede desde una computadora jurásica, no aparece registrado mi número de cédula. Mejor dicho, sí aparece, pero yo no soy yo. Así que de nada me sirve el terror y la fila y la empelotada. Yo no existo para el Ejército o sí existo, pero no como este yo sino como otra persona, y pasa que esa otra persona que no soy yo está remisa. En un esfuerzo desesperado intento convencerlos de que yo sí soy yo, pero ellos, que sí son ellos, me dicen que no, que si el sistema dice que ya estoy registrado con otro nombre en otro batallón y además de eso que no me presenté cuando me citaron no hay nada que puedan hacer y que si quiero me llaman al jefe del reclutamiento para que me lo explique mejor, pero que no tiene sentido porque el sistema nunca se equivoca. ¡El Sistema! Y en esa discusión me quedo largos dieciséis años de mi vida, yendo de un batallón a otro, de una oficina a otra, de un papel al siguiente. Nomás que esa historia tiene poca gracia y mucho de absurdo kafkiano y Kafka ya contó lo que uno ya no puede contar. Así que, nada, a llorar al mono de la pila, a secarse las lágrimas y a seguir con lo que sigue, pues con el tiempo sabré que dos años antes, por algún error de taquigrafía de algún oscuro funcionario en esa larga cadena que es el mando de reclutamiento, alguien debió cambiar un seis o un siete en la serie repetitiva que es el número de mi cédula y ocurrió que inscribieron a otra persona en Barranquilla con el número que la Registraduría Nacional me asignó dos años después a la hora de cedularme en El Copey. Todo muy Brazil de Terry Gilliam. Esa persona desconocida, que para la institución castrense era yo, pero con otro nombre, quedó remisa y supongo que tendría el mismo problema, que le dirían que su número no era su número ni su nombre su nombre. Así que mientras se mantuvo el error, me quedé en una tierra de nadie en la que no podía definir situación militar, pero tampoco podía ser vinculado a filas, porque, ya lo dije, el Sistema no me aceptaba. De hecho, ocurrió un par de veces que me atraparon en Bogotá de camino a la universidad y me subieron al camión y me llevaron a las bases militares, pero ante la imposibilidad de resolver lo irresoluble, me liberaron de malísima gana. ¿Y cómo llegué a la Capital? Pues saqué 340 puntos en el Icfes, diez menos de los esperados, pero aun así el mejor del municipio, me gané una medalla Andrés Bello, pasé el examen de admisión de la Universidad Nacional y vine a estudiar ingeniería civil, carrera que abandoné. Y después estudié literatura y me hice escritor y aquí estoy escribiendo de aquella vez que el Ejército casi me captura, pero por mera suerte no caí en la disciplina de la milicia. Cosa que agradezco. Y sí, señores y señoras, desde aquí le sigo diciendo que no a las armas y que sí a las letras.

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