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Francisco Trejo (Ciudad de México, 1987)

Poeta, ensayista, investigador y editor. Maestro en Literatura Mexicana Contemporánea por la UAM y licenciado en Creación Literaria por la UACM. Autor de Esdrújulo monstruo, animal de lágrima en sus ojos amarillos (2022), Derrotas. Conversaciones con cuatro poetas del exilio latinoamericano en México (2019), Penélope frente al reloj (2019/2021), Balada con dientes para dormir a las muñecas (2018), De cómo las aves pronuncian su dalia frente al cardo (2018/2021), Canción de la tijera en el ovillo (2017/2020), El tábano canta en los hoteles (2015), La cobija de Ares (2013) y Rosaleda (2012). Entre otros reconocimientos, obtuvo el VIII Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2012, el XIII Premio Internacional Bonaventuriano de Poesía 2017, el VI Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2019, el segundo lugar de los International Latino Book Awards 2020 y el XIV Premio de Poesía Editorial Praxis 2021.

BREVE MUESTRA POÉTICA

REFRÁN

En la mención de la tristeza,

                          siempre hay un pájaro que canta. 

AVERÍO

No sé bien qué hace la muerte con nosotros,

pero se apropia de nuestra arcilla seca

y la humedece 

con toda la saliva que tragamos en los funerales.

A los poetas, por ejemplo, 

les incrusta un par de alas, 

no para convertirlos en pájaros,

ni en absurdos ángeles,

sino para dejarlos en el aire

y conseguir que el mundo pese menos. 

CARTA (ABIERTA AL MUNDO)  

DEL POETA DESTERRADO

Si pudiera dormir, por un instante, 

con mi cabeza en los albergues de tu cuello,

si me dejaras recostar por un minuto en el interior de tus iglesias

o en las bancas de tus parques públicos, 

yo soñaría la primavera,

soñaría un mundo de verdad, redondo, 

como la ternura del seno de mi madre,

porque soñar es el regalo mayor

de la naturaleza a nuestra especie,

porque puedo decir lo que sueño,

la sustancia del poema.

Si pudiera cerrar mis párpados que pesan como los temores,

qué verdes cortaría de los inmensos pradales,

qué albas pintaría en mis muros enmohecidos de tristeza,

qué rumores de río llevaría como cuarzos al desierto,

qué sismo sería en el abrazo con toda mi amargura,

qué ritmos bailaría con la música del corazón,

qué cascabel dominaría mi alma, aguda frente al mundo,

qué nombre me daría con la voz de animal recién nacido,

qué nidales tejería cuando el dolor aove en mis manos,

qué cumbres alcanzaría siendo el ave de libres acrobacias,

qué hombre fuera yo, tan hombre y tan humano.

Si me dejaran en paz

los zancudos que vienen por mi sangre,

serían mis nervios acordeones, 

                                      más allá de mi flaqueza.

EL PETRIFICADO DE POMPEYA

A Erik González

Veo la imagen de un hombre convertido en piedra:

escultura tallada por la cólera del Vesubio.

 

Los huesos visibles en la longevidad de sus extremidades

son serpientes frenéticas que abandonan carne y epidermis.

 

Su muerte —misteriosa permanencia—,

es el fósil del mar: rastro absoluto en todas las especies.

 

Y yo me miro en su aspecto atribulado.

 

Cuando reviente el cráter ancestral de mi zozobra

y pavesas de nervios inhumen mis vísceras, 

seré mi propia estatua:  

la del hombre retorcido, 

        petrificado en el intento de huir en la poesía.

BORRADOR PARA UNA RESPUESTA
 

Cuestiona mi madre la razón de mi escritura.

 

¿Acaso saben los albatros lo que buscan mar adentro

o prevén los mirlos la dimensión de su rapiña?

 

Jamás tendré la virtud de la certeza. 

 

No busco abrazar a nadie 

con la sombra reventada de mi paracaídas,

pero quiero sentir que toco algo al abatirme.

 

Cuando escribo el poema,

                                       la soledad me duele menos.

MEDITACIÓN
 

Madre,

¿por qué te aferras a mis pétalos oscuros?

Al caer a la tierra, 

caerán también, con mi fruto, tus semillas, 

y en la quietud

realizaré aquello que tanto profesaste:

legar al mundo nuestra savia 

                              a pesar de su desprecio.

DUNARES

Con la carne fuera de su sitio, 

no estoy para cantar mi derrota en el desierto.

Si el amor es lo que salva en el estiaje, 

como el trago en la botella,

entonces soy la sed, mas no el salvado.  

EL PARRICIDA

Uno nunca sabe cuándo saldrá de casa

para encontrarse con la poesía 

como quien encuentra la muerte en una conversación.

Lloré hoy, Humberto, al recordar 

nuestra charla sobre Santiago,

el hijo que trajiste a la vida 

como un libro de piel amorosa.

Hablaste de lo que significa tenerlo cerca, 

porque lo miras con los ojos de un Cristo

y te aferras a los maderos de su cuna,

desde donde no existe otra cosa distinta del amor 

por el que descubres tus costillas

y recibes cualquier lanza de este mundo. 

Que un padre entierre a su hijo es, 

absolutamente, antinatural, dijiste, y te creo.

Pienso ahora en tu madre, la que —lo sé por ti—,

no dormía por esperar a sus hijos hasta las 4 de la madrugada

para darles de cenar, porque la vida es hambre

y la tuya ha sido siempre 

la de la libertad que buscas, desde niño, 

en los platos pobres de tu país con las piernas rotas,

el mismo que llevas como elegía en tu cabello encanecido.

¿Qué sería de ella cuando te exiliaste?

¿Qué trabajo le costó venir a México para verte de pie?

Debes saber que en tu madre veo a la mía,

porque todos los ojos de las madres se despabilan

sobre las mismas ojeras

y sobre el mismo mentón tembloroso por la desesperanza.

Aquí confieso mi crimen encubierto, como mi propia sangre,

el alud de mi voz que sepulta los bosques más bienquistos.

Ayer le lancé flechas a mi madre

y cruzaron su pecho sin coraza

cuando le confesé, entre rabia y lamentaciones, 

la gran aspiración de todo ser atormentado:

salir pronto de los huesos 

                                  —apando natural y deleznable. 

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