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REVISTA FUERZA DE LA PALABRA
CUENTO

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Lucía Donadío, Cúcuta 1959

Escritora y editora. Es antropóloga de la Universidad de los Andes en Bogotá. Hizo un Diplomado en Literatura del Siglo XX en la Universidad EAFIT. Escribe poesía y prosa. Es fundadora y directora de Sílaba Editores. Dirigió durante más de 15 años dos talleres literarios en Medellín: en la Universidad EAFIT y en la Biblioteca Publica Piloto de Medellín.  Ha publicado los libros: Sol de estremadelio y Los ojos que me nombran (poesía); Alfabeto de infancia y Cambio de puesto (cuentos) y la novela Adiós al mar del destierro.

Esa señora tan buena

 

Llevo veintisiete años trabajando en esta casa. Desde el primer día cuando llegué de aplanchadora vi en las manos blancas de la señora una pulsera con brillanticos. Es lo único que la señora cuida y quiere. Es lo único que ha conservado con devoción en todos estos años que llevo aquí. Nunca la ha dejado tirada ni se la ha perdido como la argolla de matrimonio, el vestido lila de fiesta, las toallitas de mano bordadas, el mantel de rosas en punto de cruz, las palomitas de cristal de las fuentes de la sala, los mamelucos del niño, la pulserita de oro de la niña, los cubiertos que se embolataban y tantas cosas que ella tiene y que se le olvida que tiene y no usa. Y uno tan necesitado y tan pobre y viendo que aquí sobra la plata y la comida. 

 

La primera vez que fue al mercado trajo tanta carne y tanto pollo que no cabía en la nevera. Era un mercado tan grande que yo nunca había visto tanta comida junta ni en toda la tienda de Don Jacinto. Viendo que no le cabía en la nevera y que yo miraba y miraba tanta cosa, la señora me regaló unas pechugas de pollo que le pedí con los ojos para un caldo de mi niño enfermo.

 

Mi niño estaba en la cama enfermo del corazón. La señora fue a visitarlo al hospital y le llevó piyama nueva y pantuflas y una cobija azul. Todas las semanas me daba diez mil pesos de más para las necesidades del niño y me regalaba ropa vieja, casi nueva, de sus hijos y me daba un mercadito de frijoles, arroz, chocolate, aceite, panela y huevos.

 

Era muy buena la señora. Yo nunca tuve una patrona tan generosa. Ella tenía los ojos para adivinar lo que uno necesitaba y las manos para dar y dar. Pero  tenía las manos torpes para lo de ella y todo se le caía o se le olvidaba.  Ella por atender el teléfono y consolar a la hermana que siempre estaba enferma y sin plata, corría a ayudarla y dejaba todo lo de ella tirado. Y nos ayudaba a nosotras y a los mendigos que tocaban a la puerta.

 

Yo veía tantas cosas que sobraban en esa casa, que un día me llevé unos tenedores que nunca usaban. Cuando los usé en mi casa pensé que los tenedores solitos no servían para nada, que lo bonito era el juego y empecé a llevarme todos los sábados en el fondo de la bolsa del mercadito, los cuchillos y las cucharitas, de a uno o dos para que no se dieran cuenta… Luego me echaba la bendición para que el señor no me fuera a revisar el bolso, él si es patrón, él si manda pero se mantiene ocupado en el trabajo o viajando.

 

Un día vi la pulsera de oro de la niña a la orilla de la piscina y dije se le cayó al agua y me la eché en el bolsillo del delantal. Y la señora cada vez más buena conmigo, ella se encariñaba con uno y lo trataba como a uno de la casa. Me regalaba sus vestidos viejos y sábanas y toallas. Pero yo lo que soñaba era que me regalara  la pulserita de brillanticos que llevaba en su mano derecha y los mamelucos del bebé. Me llevé tres o cuatro de los mamelucos que ya le iban quedando estrechos al niño. Seguro que la señora me los iba a regalar después pero yo los necesitaba  para llevárselos a un ahijado muy pobre que tenía.

 

A veces en las tardes la señora se recostaba en su cama y aunque no se dormía parecía ida de este mundo. Yo iba y le preguntaba si necesitaba algo, si le traía una pastilla para el dolor de cabeza, le dolía mucho la cabeza, y ella me daba las gracias hasta cinco veces. Entonces yo bajaba a la sala y veía esas palomitas de cristal, pequeñitas y hermosas y si no había nadie en la casa me sentaba en la silla de la señora y un día sin pensarlo siquiera cogí las palomitas para mirarlas y las vi tan bonitas y no pude devolverlas, me las llevé y cuando el señor preguntó por ellas, muchos días después le dije que uno de los niños se las llevó al patio y las metió en el arenero y yo no pude quitárselas ni encontrarlas. Todavía las tengo en mi mesa de noche. Después el señor le  preguntó a la señora  por las palomitas y ella dijo que no sabía, que seguro se habían roto, que eso era muy viejo y quitó la base donde estaban las palomitas y me la regaló. Así completé  el adorno.

 

Era muy buena la señora. Todos la queríamos mucho. Y me regalaba muchas cosas, pero el mantelito blanco con rosas de punto de cruz que más me gustaba nunca me lo regaló. Cuando mi niño se recuperó y pudo hacer la Primera Comunión, yo necesitaba un mantelito para la torta y se lo iba a pedir prestado a la señora, pero me dio pena y mejor me lo llevé. Hasta pensé en devolverlo después de la fiesta, pero lo vi tan bonito y ella tenía tantos manteles. Como dos años después de la Primera Comunión preguntó por el mantel y yo le dije que ella me lo había regalado, que estaba manchado, que si no se acordaba, que hiciera memoria y ella dijo que sí, que claro, que se le había olvidado. 

 

A la señora se le olvidaba lo que tenía y lo que regalaba. No le gustaba arreglar los closets. A mí sí. Cuando arreglé por primera vez el de la ropa de cama que era grandísimo, me encontré en el fondo unas toallas bordadas preciosas, que ella nunca usaba. Un sábado me llevé una y otro sábado otra y así hasta que se desaparecieron todas y nadie las extrañó.

 

Siempre que me llevaba alguna cosita, pensaba en la pulserita de brillanticos de la señora, pero sabía que esa si era del corazón de la señora, se la había regalado la mamá. Los sábados cuando iba en el bus, veía la mano de la señora entregándome el sueldo y veía chispear esos brillanticos. A veces me quedaba dormida en el bus y soñaba que me la regalaba.

 

Cuando se me casó la hija, la señora me regaló un corte de tela de flores, pero yo quería era el vestido lila que ella estrenó cuando los quince de la niña. Ese sábado ella me dejó ir tempranito para organizar lo del matrimonio. Y yo entré al closet de ella a guardar unos vestidos que le había planchado la noche anterior y por mi Dios bendito vi que el vestido lila de fiesta, estaba ahí de primerito y lo cogí y lo doble rapidito y lo metí en una bolsa. El señor estaba desayunando cuando bajé y me vio pasar con el paquete y me llamó y me preguntó qué era eso y me hizo abrir el paquete y la señora contestó que ella me había regalado ese vestido porque ya no le servía, y él se puso bravo y empezó a discutir con ella. Y yo salí feliz con mi vestido regalado. Esa señora tan buena.

 

Mi casa es tan bonita como la de la señora. Tengo tantas cosas que ella me ha regalado. Pero el señor no entiende que ella sea tan buena y ahora viven peleando. Y ella en cada pelea deja la argolla de matrimonio ahí en el borde del lavamanos. Él la regaña y le dice que se la va a perder. Y cuando el niño se me volvió a enfermar y la señora me consiguió el especialista y los remedios y piyamas nuevas y sabanas y cobijas, le agradecí mucho. Pero me daba pena pedirle el televisorcito a color que era lo único que el niño quería. 

 

Ese sábado cuando arreglé el baño de ellos vi la argolla de matrimonio al borde del lavamanos y le eché mano. Seguramente se me cayó por el lavamanos que le faltaba la rejilla, dijo ella cuando el señor le preguntó y la regañó. Y como seguían peleando tanto, yo creo que ella descansó de cuidar esa argolla, le hice un bien y yo la vendí y le compré el televisor a color a mi niño enfermo.

 

Cuando la señora se enfermó y trajeron a la enfermera me dio mucha rabia, porque yo quería cuidarla. Primero dejó de caminar, luego casi no hablaba y un día ya ni comía ni bebía nada y siempre con los ojos alelados. La hospitalizaron unos días y luego la trajeron a la casa y le montaron una cama de enfermo y suero y llegaron todos los hijos.

 

Un miércoles se nos murió a las doce del día. Se fue quedando fría y más quieta. Estábamos el señor y las hijas y la enfermera y yo pegadita a su mano derecha. Llorábamos y rezábamos y en un descuido le quité la pulserita de brillanticos y me la metí en el delantal. Cuando el médico llegó y le abrió los párpados, le vi los ojos reclamándome la pulserita. En un descuido la saqué del delantal y la tiré detrás de la cama y luego traje la escoba para barrer y arreglar el cuarto mientras llegaban los otros hijos y dije que me había encontrado la pulserita ahí tirada, era verdad.

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