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CUENTO

REVISTA FUERZA DE LA PALABRA

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Fadir Delgado Acosta. Barranquilla, 1984.

 

Profesional en Comunicación social. Magister en Creación literaria. Sus textos han sido publicados en diferentes revistas literarias nacionales e internacionales. Invitada a distintos festivales y encuentros culturales en Europa, Latinoamérica, Canadá y Egipto. Sus textos han sido traducidos parcialmente al inglés, al árabe, al francés, al italiano y portugués.

 

Ha publicado los libros: La Casa de Hierro, El último gesto del pez (Colombia) Lo que diga está lleno de polvo (Ecuador), Sangre seca en el espejo (Costa Rica), La tierra que se tragó el cuerpo (España) Tiene un libro de cuentos publicado en Colombia titulado: No es el agua que hierve.

 

Premio Distrital de poesía de Barranquilla (2017). Premio Distrital de Cuento (2018). Ganadora de la Beca de Circulación Internacional para creadores (2019) que otorga el Ministerio de Cultura de Colombia. Mención especial del Premio Internacional de poesía de Puerto Rico, 2020. Finalista del VII Premio Internacional de Poesía Jovellanos de España, 2020. Premio en Poesía del Concurso Internacional de literatura de la Universidad de Buenaventura (Colombia). 2014. Ganadora de la Residencia Artística en Montreal por parte del Ministerio de Cultura de Colombia y el Consejo de Artes y Letras de Quebec, en el área de literatura. 2013. Ganadora de la convocatoria internacional de la Oficina de la Juventud de Québec para participar en un intercambio literario en esta Provincia. 2010. Su libro El Último gesto del pez fue traducido y publicado al francés por la editorial Encre Vive de Paris en el 2015.

 

Se desempeña como tallerista literaria y es coordinadora de la Fundación Artística Casa de Hierro de Barranquilla.

El fin de los gusanos

Los gusanos han anidado en el tejado.  Hoy en casa lo han descubierto.  Regina lo sabe desde hace un mes.  Ella sabe el momento exacto en el que los gusanos nacen. Puede escuchar cómo se aparean. Por eso la abuela le ha prohibido entrar a su cuarto.

 

—Allá viene la de los gusanos. Cierren las puertas —dice.

 

La última vez que Regina entró a la casa y se puso a recoger gusanos y a enrollárselos en los dedos como anillos, a la abuela se le entumecieron las piernas. No podía caminar. Decía que sentía varillas en los huesos.

 

—¡Deja de enrollarte esos gusanos! —Le gritaba la abuela.

 

La abuela duró una semana con las piernas envarilladas. El médico no dijo gran cosa. Le recetó unas medicinas, y no más, pero ella insistía que la culpa era de Regina. Decía que esa mujer tenía mal de ojo para todo.

 

Nada de lo que lleva Regina a la casa se come, así como lo entrega, se bota a la basura. Una vez nos regaló un dulce de guayaba, quise comerlo de inmediato, pero me lo quitaron de la boca. La abuela y la tía decían que seguro lo había hecho con los gusanos. Me advirtieron que, si lo comía, corría el riesgo de convertirme en una babosa.

 

Al otro día me encontró en la terraza.

 

—¿Qué tal el dulce?

 

—Me encantó, gracias.

 

 Allí entendí para qué sirven las mentiras.

 

Regina es hija de una tía. Tiene una voz estridente y se amarra el cabello con una hebilla de rosas. Cada día usa una de diferente color. Llega, se sienta y habla y habla hasta que todos en casa la dejan sola. Cuando escucha los gusanos, se calla.

 

Ella dice que los gusanos terminarán por tumbar la casa, y que habrá un punto final. Un punto a donde llegarán. Nos dice que debemos vender la casa, que los gusanos no se irán. Que la casa es de ellos, que la reclamarán tarde o temprano.

 

Cuando dice esas cosas mi abuela se pone de pie, y entra al cuarto con una respiración de furia. No entiendo por qué nadie se ha subido al cielorraso para ver si lo que dice Regina es verdad. Una vez puse una escalera en el lavadero y llevaba el martillo con el cual golpearía las láminas del techo. Cuando estaba arriba, llegó la abuela sobresaltada, y con un grito me hizo bajar. No sé cómo se enteró de lo que haría. Ella dice que tiene ojos por todas partes.  Un día cuando estaba dormida, comencé a observarla para saber si eso era cierto. Vi unas manchas en su piel que tenían formas de ojos.

 

Le cuento a Regina que arriba no puede haber gusanos, que en las noches solo escucho gatos que se persiguen y lloran como recién nacidos.

 

—No —dice Regina— son gatas que acaban de aparearse.

 

—¿Y lloran igual que bebés?

 

—Sí.

 

Le digo que tal vez son niños pequeños viviendo en el techo. Se ríe.

 

—Estás loca. Solo hay gusanos. ¿No lo entiendes?

 

Le respondo que esas gatas seguro han tenido gatitos, y que se seguro ellos se han comido a los gusanos.

 

—Mira, los gatos no comen gusanos. Deja de decir disparates. Además, nadie se puede comer esos gusanos.

 

—¿Por qué? —le pregunto—. Y mi frente se anuda sin que lo pueda evitar.

 

—Son venenosos y van a terminar por tumbar la casa. Mira, que te lo digo.

 

Regina se estira en la mecedora rosada en la que ha quedado sola.  La tía y la abuela se fueron cuando comenzó a hablar de los gusanos. Mira el cielorraso. Abre las manos y se balancea. Abre los ojos y hace un ruido extraño con los labios como si llamara un animal.

Cada vez que la tía o la abuela la dejan sola, se rasca la pierna izquierda. Baja las manos con un signo de fatiga y se rasca con fuerza. Escucho sus uñas sobre su piel seca. Es tan seca que parece que tuviera una tela de culebra sobre la pierna. Me rechinan los dientes cuando lo hace.

 

                                                                     ***

 

Regina entra y corre sin saludar.  Nunca llega los lunes. Pero ha entrado a la casa sin mirarme, y no me pregunta sobre el dulce de corozo que había dejado la semana anterior.

 

Le digo en voz baja:

 

—Sí, estaba rico.

 

Me está gustando eso de mentir. La mentira me deja un sabor de mandarina en la lengua. Me gusta esa fruta.  Es algo que he descubierto. Se lo quiero decir a Regina pero pasa igual que una flecha. Transpira. Su blusa de seda se aprieta a su piel

 

—¿Vienes haciendo ejercicio?  —le dice la abuela en tono de sorna.

 

Lleva una página de periódico que aprieta como si se le fuera a escapar. Veo que tiene los dedos negros por la tinta.

 

Quiero reírme, pero algo me dice que no lo haga. Abre la página del periódico y nos enseña un artículo. Lo comienza a leer en voz alta. La abuela intenta levantarse, pero vuelve a su silla. Creo que algo invisible la ha sentado a la fuerza.

 

El artículo dice que la zona en donde está levantada la casa fue un cementerio indígena.

 

Regina lee sin pausa. Las palabras le salen corriendo por la boca. Sigue. No para.

 

Se detiene y abre los ojos. Parece que algo fuera a salir de ellos. Mi abuela me mira. Me dan ganas de correr. Los ojos de Regina me recuerdan a una loca de pañoleta blanca que a veces pasaba por el barrio y me miraba de esa misma forma desde las rejas de la terraza. Cuando esa mujer aparecía mi madre me cargaba como una estatua de cemento entre sus brazos. Luego supe que no era loca, bueno, eso decía mi madre. Pero para mí siempre fue la loca de la pañoleta blanca. Y desde allí las mujeres locas me dan pavor.  Por un momento imaginé que Regina tenía la misma pañoleta blanca, pero me estregué los ojos y la vi con claridad.

 

Suspira. Regina suspira y lee. Pero esta vez no se le entiende nada. Balbucea y termina.

 

—¿Se dieron cuenta? —dice.

 

—¿De qué? —responde la abuela.

 

—De lo que dice el artículo.

 

—Sí, y bueno, ¿qué quieres?

 

—El periódico habla de los gusanos, ¿no se dieron cuenta? Y ustedes no me creían.

 

—Allí no hablan de gusanos, Regina.

 

 La abuela se levanta. Ha vencido a ese alguien invisible que la obligó hace un momento a sentarse. Tomo su mano para que me lleve, pero me la suelta. Creo que desea que haga algo que ella no puede.

 

Le busco la mirada para que no me deje sola, pero la abuela asume esa rigidez que siempre toma cuando no quiere escuchar. Veo que hasta la piel se le endurece.

 

Me quedo allí con Regina en frente de mí. Parece un perro jadeando. Hasta pienso en tirarle una pelota para que la vaya a buscar y me deje en paz.

 

Mira el cielorraso. Me dice que nosotros estamos pisando los cuerpos de los indígenas, que desde hace años importunamos el sueño de ellos, que ya lo sospechaba, que una vez un tío encontró una dentadura cuando construían la casa, que claro, que por qué no lo había pensado.

 

—Eso me lo contó mi tío Cecilio, tú no te acuerdas de él, siempre venia aquí a tomar fresco bajo el árbol del mango, pero qué te vas a acordar, pero él me lo contó.

 

Le digo que me enseñe la dentadura.

 

—Él la tuvo en sus manos —me responde Regina.  Continúa:

 

—La guardó debajo de unas piedras para luego llevársela, cuando regresó la dentadura había desaparecido, le pregunté a las tías, y ellas dijeron que no sabían nada, culparon a los perros que lo escarbaban todo, él creía que eso era mentira, que sus tías seguro la habían quemado por eso de que nada de los muertos se puede guardar pues luego ellos llegan tarde o temprano a reclamar lo que les pertenece.

 

Creo que las palabras quieren huir de ella.

 

Y sigue:

                                                                                      

—Lo que sucede es que eso debió quedarse allí, no debieron desenterrarla, debieron dejarla bajo tierra ¿no te das cuenta? eso es lo que buscan los gusanos, necesitan eso, les robaron algo, ellos lo quieren de vuelta, es como si los gusanos fueran los indígenas ¿me entiendes? por eso los gusanos derrumbarán la casa, ¿me entiendes?

 

Cada palabra que me entra por la boca es una chispa de bengala. Por un momento siento que la respiración se detiene, y por otros, que no la puedo controlar.

 

Regina se va. Me deja allí con la boca abierta. Quiero cerrarla, pero no puedo. Me pesan los labios. Siento que alguien me pone un pañuelo en la nariz y me muero. Regina, me muero. Quise gritarle. Reacciono y vómito. Vomito en mi vestido amarillo, en el que más me gusta.

 

                                                                  ***

 

Mi abuela se levanta de la cama. Se calza sus pantuflas. Toma su bacinilla azul y la lleva al baño. Ella tiene la costumbre de no usar el baño en las noches. Por eso cada día se escucha cómo caen sus orines sobre el retrete.

 

 La veo de regreso hacia su cuarto. Me saluda, como quien saluda a un vecino. La bacinilla está vacía y bien limpia. Mi abuela la restriega con un estropajo especial.

 

 Miro hacia atrás. La veo entrar a su habitación. La puerta hace el chirrido de siempre, y ella dice lo mismo:

 

— Hay que arreglar esta puerta, está igual de vieja que yo.

 

Al regresar se cambia y arregla la cama. Pero este día, al levantar las sábanas, salen volando miles de gusanos, pero miles, que cubren el piso de la habitación y se le meten por la boca, por los ojos y por el cabello.

 

Mi abuela corre. Pasa sobre mí. Logra empujarme.

 

—¿Dónde está Regina? ¿Dónde está? —grita.

 

 Se encoge la bata de dormir. Se hace un nudo al lado izquierdo para correr mejor.  La tía intenta agarrarla, pero mi abuela se suelta. Las mejillas le tiemblan. Creo que los cabellos se le emblanquecieron más. Eso creo, hasta que me doy cuenta que de ellos salen filas de gusanos. También se escapan de su boca y nariz.  Mi abuela está muerta, digo. Y comienzo a correr con ella.

 

Y grito:

 

—La abuela está muerta.

 

Mi madre me había contado que los gusanos se comen a los muertos. No había otra explicación.

 

Mi tía no sabe qué hacer. Intenta agarrarnos a las dos. Entro a la habitación de la abuela y me choco con el cuerpo de Regina. Ella me abraza. Me dice al oído que los gusanos llegaron. Que me calme, que debemos salir de la casa, que los gusanos la derrumbarán.

 

Al estar más tranquila, veo a la abuela en una silla. Habla mientras mueve las manos. Hay calor. Sus dedos logran tocar el vapor. Miles de gusanos han caído del cielorraso de su habitación. Veo gusanos por todos lados. En el techo se forma una figura húmeda de un animal.

 

 Regina me toma de la mano. Pisamos los gusanos. Siento cómo mueren bajo mis pies. Recuerdo que ella me había dicho que eran indígenas, por eso siento que mato personas. Me detengo. Regina mira con un aire de satisfacción. Lo que ocurre demuestra que ella tenía razón.

 

—Hay que salir rápido, la casa se va a venir abajo —dice.

 

Yo sigo quieta. Ella no me insiste. Su ego, su triunfo, es más importante que yo.

 

Estiro la mano para sentarme en la cama de la abuela. Hay muchos gusanos. Estoy cansada. Les pido permiso a los indígenas. Me siento sobre la almohada y hay algo que me incomoda. Me levanto. Muevo la almohada y veo una dentadura. Es amarilla.  Agarro la almohada y la aprieto fuerte. Afuera no se escucha nada. La casa comienza a crujir.

 

Alguien grita: ¡Saquen a la niña!

 

Corro. Venzo los brazos de quien me quiere rescatar. Con la mano izquierda sostengo la dentadura y la aprieto a mi pecho. Voy al patio. Escarbo. Abro la tierra con mis manos. Las uñas me duelen de tanto escarbar. Me chupo lo dedos, siento que un corrientazo los recorre. Mi cuerpo suda. La ropa se me pega al cuerpo como si quisiera asfixiarme.

 

Aprieto por última vez la dentadura y la entierro. Igual que un perro cierro el agujero.  La casa deja de crujir. Alguien me lleva a la calle. Respiro fuerte. Afuera veo cómo los vecinos le quitan los gusanos a la abuela. Se los sacan de la boca, de los ojos y del cabello.

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