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REVISTA FUERZA DE LA PALABRA
ENSAYO  

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Andrés Gómez Morales, Bogotá, 1974

Bogotá, 1974. Magister en Escrituras Creativas. Colabora en medios escritos en temas relacionados con el cine, la música y la literatura. Se desempeña como docente universitario, fue promotor de lectura y tallerista de escritura en las bibliotecas públicas de la ciudad. Participó en el cuarto libro de la serie 100 veces dedicado a Charly García editado en 2016 por Ediciones B Argentina, escribió para el homenaje póstumo al escritor Álvaro Mutis realizado por la Revista de la Universidad de México en 2013, presentó la obra de Rodolfo Fogwill en la Revista de literatura Levrel de Ciudad Juárez en 2012, así como una reflexión sobre la obra de Roberto Bolaño en la Revista Pensamiento Crítico de la Universidad Nacional de Colombia en 2011. Ha trabajado con ONGS (Nuevo Amanecer, Chile; Cedavida, Bogotá) en procesos de inclusión con población vulnerable a través de la recuperación de la memoria en la escritura. Ha coordinado la edición de periódicos comunitarios y programas de radio en la localidad de Tunjuelito. Ha publicado crónicas alrededor del festival Rock al Parque (2003, 2015, 2016), en El Espectador y el portal Panorama Cultural. Ha buscado a través de la ficción y sus mecanismos, abrir espacios para plasmar múltiples miradas de la realidad y hacer posible la convergencia de múltiples nociones de identidad que se excluyen habitualmente dentro del espectro de la jerarquización social ideológica. El relato presentado aquí es una muestra de esta tentativa.          

El fracaso y la creación artística
 

En las sociedades liberales contemporáneas, la libertad está necesariamente relacionada con el progreso económico y social. En las sociedades liberales, el individuo encuentra su realización a través de la  suficiencia económica. En las sociedades liberales, no hay un tabú más grande que el fracaso. Quizás el fracaso es lo innombrable en nuestras sociedades porque el éxito, su opuesto, se asocia a la idea generalizada de lo que debe ser deseable para la mayoría: lo real. El éxito está relacionado con el mundo real, con lo verdadero, con lo que se sostiene sobre opiniones aceptadas por la razón. El mundo real concebido por la razón es una mezcla de racionalismo, empirismo y metafísica de la historia (Platón-Descartes-Kant-Hegel). Para acceder al mundo real se exige a los individuos hacer parte de un orden predeterminado por la razón. La singularidad de los individuos en las sociedades modernas se reduce a la universalidad de la idea. El mundo así se hace dual y la razón positiva sintetiza las diferencias en la idea de lo verdadero. Presenciamos en lo cotidiano que la lucha entre contrarios: las grandes expectativas de las individualidades que luchan por ser parte de un mundo acorde a la razón contra los modos de ser erráticos que no se inscriben en el proyecto de la razón en la historia. La dialéctica como el motor del progreso. No en vano, en la actualidad tiene bastante aceptación, la opinión que reza que para realizarse en el mundo, el individuo debe reconocerse en la lógica del éxito. Es claro que en su mayor parte la actividad científica y filosófica ha dirigido sus esfuerzos a hacer del mundo un reflejo de la lógica liberal. La actividad científico-filosófica se ha encargado de
darle consistencia al mundo organizando el caos que constituye la vida acorde al deseo del
consenso.

 

La función del arte y de los artistas, en este caso, tiene dos salidas: Una, darle la espalda a la
negatividad y producir obras que encajen en el espíritu de su tiempo, obras que encuentran lugar en la llamada industria del entretenimiento, que son descanso y diversión dominical de los individuos no-creadores, los que logran el derecho al ocio a través del trabajo durante la semana. Por otra parte, el artista puede encarar la negatividad en busca de experiencias límite y hacer, por medio del arte, visible aquello que la razón no reconoce como real, y en el mejor de los casos lograr nuevas formas de realidad alternativas para darle al pensamiento creador un lugar junto a la razón dogmática para hacer de esta una forma más de producir realidad y mundo.

 

Por lo general, en la segunda opción, se encuentran artistas póstumos cuya obra habla al
porvenir. En la primera opción se encuentran los artistas que hablan del presente al presente haciendo parte del consenso. Estos últimos se ven obligados a desarrollar un tipo de versatilidad que los obliga a ser competente en diferentes tareas sin que puedan cultivar un estilo propio, ya que se ven obligados a responder a las exigencias del mercado. Empero, estos artistas alcanzan el éxito al enmarcarse dentro de las convenciones de lo real, por ello se podría decir que no fracasan ante la convención.

 

El fracaso se entiende como un apelativo externo. No se trata del fracaso en sí, sino que viene de los otros. En sí nadie es un fracaso hasta que articula como lo ven los demás. En el caso de los artistas que trabajan para hacer parte del consenso universal, fracasar es llenarse de expectativas y asirse a un proyecto ajeno a su vocación para alcanzar el éxito. Muchos se equivocan al sentirse fracasados por no haber tomado un camino que no los llevaba al éxito.
Fracasar es en algunos casos un aliciente para tomar el camino hacía sí mismo, puede este
sentimiento servir al potencial artista póstumo para darse cuenta que las expectativas que seguía no eran las suyas sino las de la cultura que lo enmarca. Se habla de dos tipos de artistas y de arte pero no conviene caer en las dualidades absolutas sino de pensar la naturaleza del fracaso en cada una de estas posturas del arte. Ya lo decía Scott Fitzgerald en su célebre texto El Crack Up: 
“Uno debería, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo,
estar decidido a hacer que sean de otro modo. Esta filosofía se adecuaba con los comienzos de mi edad adulta, cuando vi a lo improbable, lo no plausible, a menudo lo «imposible», hacerse realidad. La vida era algo que uno dominaba si tenía algo bueno. La vida se rendía fácilmente ante la inteligencia y el esfuerzo, o ante el porcentaje que se pudiera reunir de ambas cosas.

 

Parecía una cuestión romántica ser un literato de éxito, uno nunca iba a ser tan famoso como una estrella de cine, pero la notoriedad que lograra probablemente sería más duradera, uno nunca iba a tener el poder de un hombre de firmes convicciones políticas o religiosas, pero indudablemente sería más independiente. Desde luego, en la práctica de su profesión, uno estaría permanentemente insatisfecho… pero, por mi parte, yo no habría elegido ninguna otra”.
 
Es claro que no todos los artistas insatisfechos frente a la realidad dominante tienen el genio de Scott Fitzgerald, no todos tienen la fortaleza de abrazar las contradicciones e imponerse sobre lo dado con su propia perspectiva. Pero Fitzgerald es un artista en el cual se combinan las dos opciones mencionadas. Se sabe que el escritor sirvió a la industria del entretenimiento, en especial a la cinematográfica, y a la vez le habló al futuro como artista póstumo conjugando en un estilo de escritura su vida y obra.  Pero muy pocos lo logran, vale la pena recordar aquel aparte de La Montaña Mágica de Thomas Mann donde se describe el estado moral del protagonista Hans Castorp, quien empezó a sentir inquietudes frente a la realidad y a su tiempo sin tener la fuerza para expresar esa inquietud, que no era otra cosa que una manifestación de su voluntad:   
 
“El individuo puede idear toda clase de objetivos personales, de fines, de esperanzas, de perspectivas, de los cuales saca un impulso para los grandes esfuerzos de su actividad; pero cuando lo impersonal que le rodea, cuando la época misma, a pesar de su agitación, está falta de objetivos y de esperanzas, cuando a la pregunta planteada, consciente o inconscientemente, pero al fin planteada de alguna manera, sobre el sentido supremo más allá de lo personal y de lo incondicionado, de todo esfuerzo y de toda actividad, se responde con el silencio del vacío, este estado de cosas paralizará justamente los esfuerzos de un carácter recto, y esta influencia, más allá del alma y de la moral, se extenderá hasta la parte física y orgánica del individuo.


Para estar dispuesto a realizar un esfuerzo considerable que rebase la medida de lo que comúnmente se practica, sin que la época pueda dar una contestación satisfactoria a la pregunta «¿para qué?», es preciso un aislamiento y una pureza moral que son raros y una naturaleza heroica o de vitalidad particularmente robusta. Hans Castorp no poseía ni lo uno ni lo otro, no era, por lo tanto, más que un hombre; un hombre, en uno de sus sentidos más honrosos”.
 

En el caso del Hans Castorp no es el individuo el que fracasa sino su tiempo. Fracasa el proyecto moderno progresista ante la barbarie de las guerras mundiales, donde los intelectuales fueron despreciados y eliminados proyectando un panorama que ensombreció aún la inspiración de los artistas. Por ejemplo ¿Qué tipo de obra de arte pudo haber salido de una tragedia como la de Auschwitz? Fracasan las grandes expectativas, pero el artista tiene la opción de hacer del fracaso un leit motiv y levantar una obra donde su voluntad encarnada pueda nutrir a su tiempo de experiencias renovadoras de la cultura.
 
Cabe pensar en este punto en Charles Bukowski, el escritor norte americano que hizo del fracaso una forma de vida. Su obra y por extensión la de su alter ego Henry Chinaski, presenta una literatura como conciencia del fracaso, una literatura de la desesperación que ha calado muy hondo en los movimientos contraculturales contemporáneos. Cuando Bukowski asume su fracaso abre toda una gama de perspectivas que estaban ensombrecidas por la luz de la razón. El punto es que Bukowski no tuvo aprobación social, vivió una niñez y una adolescencia soportando la marginación. El mismo ha confesado que fue el mal ambiente lo que le condujo desde muy joven al consumo del alcohol y a la literatura. A través de Hemingway y Henry Miller, encontró una forma de abstraerse del mundo y darse una razón para vivir. Tras culminar sus estudios en el instituto, comienza a estudiar periodismo, algo que abandona asqueado a los pocos meses para refugiarse en una especie de destructiva visión de la vida. Antes de lograr reconocimiento deambula de un lado a otro sin sentido: se hace sparring de boxeo, aficionado a las apuestas, estibador, cartero. Trabajará también como lavaplatos, aparcacoches. Su vida era entonces idéntica a la de tantos perdedores de Los Ángeles. Sin embargo, en sus horas libres, en sus borracheras empieza a escribir poemas y relatos, protagonizados por sus compañeros de botella. A los cuarenta y nueve años de edad, deja su trabajo en la oficina de correos con el objetivo de dedicar todo su tiempo a la literatura. El “éxito” no se hace esperar. Con sus obras consigue una cierta relevancia, a pesar de mostrar lo más corrosivo de la sociedad: personajes perdidos, alcoholismo, desesperación. Al plantear su experiencia del fracaso alcanza el reconocimiento y el subsecuente éxito.
 
En el arte moderno el fracaso personal se presenta como ejercicio superior de la existencia. Claro está que de las actitudes tipo Bukowski han proliferado seguidores de la literatura que se quedan con la actitud desentendiéndose de la escritura, hundiéndose en el alcohol sin mostrar voluntad alguna de afirmar una forma de vida en el arte. Es importante recordar, y lo evidencian las facultades de arte y literatura, que son muchos los que quieren ser escritores atraídos por la aceptación social y respeto de los que goza una minoría y pocos los que realmente sienten la necesidad de escribir. Por otra parte, también es cierto que para fracasar no es necesario tener una vida adversa. Ya lo decía Fitzgerald: “Toda vida es un proceso de demolición”.  Siempre hay en toda existencia una grieta silenciosa, imperceptible que puede expresarse en cualquier momento, incluso en la cumbre del éxito. Es la grieta del sinsentido, grieta que a su vez hace posible la existencia del sentido. No se trata de algo interior ni exterior, como lo señala Deleuze en La lógica del sentido, sino la frontera de lo insensible. Si el mundo solamente existe por el modo como se capta, aquellos momentos en que todos los gatos son pardos inscriben la grieta en los cuerpos, desgarrando existencias irremediablemente en la locura, el suicidio, el uso de las drogas y el alcohol o abriendo posibilidades de diferentes modos de vida a través de la
experiencia del arte.   
 
El aislamiento social, la deserción y la incapacidad de llevar a buen fin cualquier proyecto son riesgos que amenazan a quienes deciden deliberadamente fracasar. Vale la pena reseñar al ya desaparecido Roberto Bolaño para ilustrar como un artista sortea los   peligros de quien se dedica a la literatura en una total entrega existencial, abandonando los ideales del consenso. Hay que tener en cuenta que la entrega de Bolaño a la literatura se dio como forma y no como medio de vida. Bolaño fue un escritor capaz de vivir por la escritura al borde de la marginalidad física y mental igual que muchos de los hoy llamados clásicos (Cervantes, Poe, Rimbaud, Kafka, Pessoa) y también igual que muchos otros escritores hoy olvidados o cuyos nombres nunca han sido conocidos. Lo curioso de Bolaño es que su obra expresa la pérdida de sus ilusiones desde el momento en que empieza a escribir. Se trata de un superviviente a la muerte de las utopías un personaje que se ajusta a lo que se denomina en nuestra sociedad como “perdedor” o “fracasado”, pero su obra no deja de dar a sus personajes una dignidad y un aura heroicas que contradicen su supuesta condición de meros fracasados. Es cierto lo que dice Juan Miguel Merino en su ensayo sobre Bolaño: “No hay vencedores o perdedores en la tragedia y en la épica. ¿Quién fracasa y quién tiene éxito en La Ilíada? ¿Es Ulises un mero vencedor? ¿Y el Cid, tiene éxito o fracasa? ¿Y Don Quijote, épico, trágico y ridículo a un tiempo, es acaso sencillamente un perdedor? ¿Son, por tanto, perdedores los personajes de Bolaño? En cierto sentido superficial, sí; pero en un sentido más hondo, por supuesto que no”.
 

Vale también la pena hacerse la pregunta ¿Cuáles son los éxitos en vida de un escritor? A este aspecto Bolaño responde refiriéndose al escritor brasileño Paulo Coelho: “Los mismos de Isabel Allende. Vende libros. Es decir: es un autor de éxito. Los premios, los sillones (en la Academia), las mesas, las camas, hasta las bacinicas de oro son, necesariamente, para quienes tienen éxito o bien se comporten como funcionarios leales y obedientes.” Este tipo de escritor de éxito y de prestigio es, pues, según Bolaño, alguien al servicio del establishment. En cambio, para Bolaño, el único triunfo posible del escritor, la verdadera única victoria de la literatura, es no buscar la respetabilidad sino la libertad más allá del ambiguo sentido que se le ha dado al termino. En su discurso, luego de recibir el premio Rómulo Gallegos da más luces acerca de cómo veía la relación del escritor con el fracaso y el éxito: “De dónde viene la nueva literatura latinoamericana…Venimos de la clase media de un proletariado más o menos asentado o de familias de narcotraficantes de segunda línea que ya no desean más balazos sino respetabilidad. La palabra clave es respetabilidad. Ya lo escribió Pere Gimferrer: antaño los escritores provenían de la clase alta o de la aristocracia y al optar por la literatura optaban, al menos durante un tiempo que podía durar toda la vida o cuatro o cinco años, por el escándalo social, por la destrucción de los valores aprendidos, por la mofa y la crítica permanentes. Por el contrario, ahora, sobre todo en Latinoamérica, los escritores salen de la clase media baja o de las filas del proletariado y lo que desean, al final de la jornada, es un ligero barniz de respetabilidad, pero no el reconocimiento de sus pares sino el reconocimiento de lo que se suele llamar “instancias políticas”, los detentadores del poder, sea éste del signo que sea (¡a los jóvenes escritores les da lo mismo!), y, a través de éste, el reconocimiento del público, es decir la venta de libros, que hace felices a las editoriales pero que aún hace más felices a los escritores, esos escritores que saben, pues lo vivieron de niños en sus casas, lo duro que es trabajar ocho horas diarias, o nueve o diez, que fueron las horas laborables de sus padres, cuando había trabajo, pues peor que trabajar diez horas diarias es no poder trabajar ninguna y arrastrarse buscando una ocupación (pagada, se entiende) en el laberinto latinoamericano. Así que los jóvenes escritores están, como se suele decir, escaldados, y se dedican en cuerpo y alma a vender. Algunos utilizan más el cuerpo, otros utilizan el alma, pero a fin de cuentas de lo que se trata es de vender. ¿Qué no se vende? Ah, eso es importante tenerlo en cuenta. La ruptura no vende. Una escritura que se sumerja en el abismo con los ojos abiertos no vende.  ¿De dónde viene la nueva literatura latinoamericana?
 

La respuesta es sencillísima. Viene del miedo. Viene del horrible (y en cierta forma comprensible) miedo a trabajar en una oficina o vendiendo baratijas. Viene del deseo de respetabilidad, que sólo encubre al miedo”.
 
En los dos ejemplos anteriormente planteados, Bukowski y Bolaño puede verse una inversión de las convenciones. Si bien lo correcto sería decir que el éxito es lo que hace que fluya el sentido de la existencia y el fracaso lo que la detiene, desde la perspectiva del arte, en especial desde la literatura sucede un fenómeno inverso: Sólo en la oscuridad que da el fracaso es posible moverse, porque pensar y crear ocurren ante un estímulo que se da en la ausencia de orden.  O citando a Bolaño “Se escribe fuera de la ley. Se escribe contra la ley. No se escribe desde la ley”.

 

El corolario en nuestro medio resulta inquietante: la idea del fracaso es un estigma que
inmoviliza a los jóvenes artistas infortunadamente. Se encuentran pocos casos de fortaleza y valentía para expresarse clara y objetivamente en un medio adverso. Hay que tener en cuenta que nuestro país no es un país de lectores que a la larga son los que mantienen viva y sostienen al escritor en el presente y el porvenir.  La proporción de colombianos en edad de trabajar que afirman leer habitualmente cae constantemente, si se siguen las encuestas presentadas. Resuena en este punto del texto la alarma de Thomas Mann frente a la infertilidad de nuestra sociedad para producir obras de arte y la escasez de individuos excepcionales para levantarse a pesar de las condiciones adversas. La costumbre de ver a los individuos excepcional como una amenaza para el status quo, así como la falta de un espacio para que cada quien desarrolle su legitima rareza, ahonda el abismo entre las vocaciones y las actividades a realizar. Es pertinente en este punto evocar aquello crónica de Alberto Fuguet, sacada de sus Apuntes autistas, donde el escritor hace un recorrido por Austin, Texas, utilizando como pretexto una entrevista al cineasta Richard Linklater alrededor de la cultura Slacker. Hasta hace muy poco Austin permitía este tipo de cultura donde a partir de un destensionamiento de las rígidas convenciones liberales, se daba cierta permisividad al ocio y a personajes que aunque estaban al margen de la sociedad ostentaban una amplia cultura literaria. Aquí el tiempo libre o la posibilidad de un comercio cultural constituían un suelo fértil para la aparición de perspectivas que
enriquecen la noción misma de realidad.  Esta forma de vida va en distinta dirección de aquella que constituye un sufrimiento. La gente de nuestra época, como dijo Albert Camus, sufre por no poseer el mundo totalmente y en eso radica la constante amenaza de fracaso que lleva a señalar a quienes no comparten sus metas como fracasados.

 

Resulta superficial, sin embargo, considerar el arte como una simple forma de matar el tiempo. El escribir, como la vida misma, decía Henry Miller, es un viaje de descubrimiento. Una manera de aproximación indirecta a la vida, de adquisición de una visión del universo total y no parcial. A través del arte el individuo se alza por encima del tiempo y del espacio y lo centra o integra en todo el proceso cósmico. Y esto es lo que hace del arte algo “terapéutico”. Pero es necesario para llegar a las formas más altas del arte llegar al punto muerto, a la grieta, a la desesperanza y desesperación donde se hace patente que no hay, parafraseando a Miller, “un divorcio entre el ser escritor y el ser hombre. En principio para Miller “fracasar como escritor equivalía a fracasar como hombre”. Por eso dice “fracasé y comprendí que no era nada, menos que nada: una cantidad negativa. Y fue entonces, cuando me hallaba en medio de ese muerto Mar de los Sargazos, por así decirlo, cuando realmente empecé a escribir”. El fracaso constituye en el arte moderno el salto al reino de la estética, el reino no moral, no utilitario. Aquí la propia vida se convierte en una obra de arte. El fracaso completo es el salto al vacío.
 

Referencias: 
Bolaño, Roberto. Entre Paréntesis. Madrid, Editorial Anagrama. 2001
Bauman Zygmunt. Modernidad líquida. México, fondo de cultura económica. 2005
Bergman Marshal. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Fondo de Cultura económica. 1993. 
Deleuze, Gilles. Lógica del Sentido. Barcelona, ediciones Páidos. 1989. Hegel, G. W.
F. Lecciones sobre la filosofía de la historia universal.Altaya, 1994
Fitzgerald, Scott. El Crack Up. Madrid, Editorial Anagrama. 1993
Fuguet, Alberto. Apuntes Autistas. Santiago de Chile, Editorial Aguilar. 2007
López Merino, Juan Miguel.  Ética y estética del fracaso en Roberto
Bolaño.http://www.ucm.es/info/especulo/numero46/robbolan.html
Nietzsche, Friedrich. Sobre la utilidad y el prejuicio de la historia para la vida. Madrid:
Editorial Nueva, 2003.
Nietzsche, Friedrich. El crepúsculo de los ídolos. Madrid: Alianza, 1996.
Mann Thomas. La Montaña Mágica. Madrid. Ediciones Ehesa. 2005.
Marcuse, Herbert. Razón y revolución. Madrid: Alianza, 1986.
Steiner, George. En el castillo de Barba azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura.
Barcelona: Gedisa, 1992.

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