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CUENTO

REVISTA FUERZA DE LA PALABRA

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Jairo Andrade, Cali, 1971

 

Es autor de los libros Enemigos imaginarios, Cuenta regresiva y otros relatos, Cadáveres de papel y Puntos de fuga, con los que ha obtenido premios a nivel distrital y nacional en Colombia, y el premio internacional de narrativa UNAM - Siglo XXI Editores en México.

 

El cuento La cabeza del señor K hace parte del libro Enemigos imaginarios, publicado por Resplandor Editorial, con el que obtuvo una beca de edición a autores colombianos del Ministerio de Cultura en 2019 y fue nominado al premio Biblioteca de Literatura Colombiana EAFIT el mismo año.

La cabeza del señor K

Esa mañana, mientras me ejercitaba en el gimnasio del hotel, repasé las felices coincidencias que habían hecho posible el viaje. El director de la clínica había aceptado adelantar mis vacaciones, ya que los últimos pacientes resultaron casos particularmente difíciles, de modo que pude hacerlas coincidir con la semana de receso de Natalia. Ella había previsto los detalles del itinerario, parecía animada con el viaje. Sentí una enérgica esperanza. En el aeropuerto me prometí hacer de esta una experiencia inolvidable.

Luego de unos días en París volamos a Praga. Esperaba que la altisonancia de ambas ciudades diera vuelta de hoja, para ambos, al duro capítulo de la última partida de Estela. En el avión, Natalia me compartió su deseo de registrar a los mendigos de Praga, a quienes llamó los “suplicantes” europeos. El material le serviría como trabajo de fin de semestre. Me describió la técnica que ellos empleaban para cumplir su tarea, aunque pronto pude constatarla: hacia el mediodía, el suplicante elige un punto de alto tráfico turístico y adopta una postura sumisa, postrado de rodillas. La frente toca el piso y las manos sostienen un vaso de cartón, enlazadas sobre la cabeza. El ruego adquiere un nivel icónico, plástico, despersonalizado. Así permanecen horas, en silencio. La estatua humana induce a la piedad, pero también denigra o repulsa, según quien la mire. Algunos mascullan a volumen mínimo cuando el vaso les anuncia unas coronas. Pasado un tiempo se levantan, guardan el contenido del vaso y se mueven a otro punto. El plan de Natalia era grabar el día completo de un suplicante, incluyendo testimonios. Yo sería el camarógrafo. Aunque la idea me pareció un poco ardua, no pude más que aceptar con el mejor ánimo. La tarde anterior habíamos logrado el primer acercamiento. Uno de ellos había aceptado, mediando una cifra convincente. Lo veríamos esa mañana en su desván para iniciar la grabación. Sin embargo, fue enfático en preservar su anonimato: no podíamos enfocar su rostro. Con la perspectiva de aquella rara aventura, abandoné el gimnasio en busca de una ducha.

 

 

El suplicante nos hizo pasar y se ocupó en prepararse un té y un sándwich. Yo empecé a grabarlo de espaldas. Su voz era parca, el desván demasiado oscuro. Grabé menos tiempo en el metro, y de corrido cuando lo seguimos hasta el primer punto del día. Tomó la posición habitual y esperó cerca de dos horas. Luego nos llevó por su segundo y tercer punto. Hacia las nueve de la noche tenía casi trescientas coronas, unos treinta euros. De nuevo de espaldas a la cámara, dijo que era suficiente por ese día. Natalia me ordenó cortar. Le pasé la cámara y ella empezó a revisar el material. Justo ahí empezó todo. El suplicante se me acercó. Su aliento todavía olía al té de valeriana que había pedido antes de tomar su último punto, en el puente Carlos.

—Tengo algo para usted. Creo que sabe apreciar un objeto valioso. Además es una persona generosa. Se lo merece —me dijo en susurros. El tono y la manera en que hizo el ofrecimiento me resultaron molestos.

—No es necesario, no me gustan los suvenires, pero gracias por esta jornada —le respondí, y me volví hacia Natalia. Antes de que pudiera dar un paso, me tomó por el brazo.

—No estamos hablando de suvenires. Se trata de un objeto preciado. Algo que nunca más verá si desaprovecha este momento.

Sus ojos tenían un brillo supersticioso. Movido por la curiosidad le pedí a mi hija que se adelantara, ya la alcanzaría en el hotel. Ella me miró extrañada, pero luego concedió con una sonrisa y se perdió entre la pléyade turística del puente. Tomando la delantera, a un paso de la carrera, el suplicante me condujo por las callejuelas del centro de Praga hasta un sendero que bordea el Moldava. Temí alguna treta en la ribera solitaria, así que me detuve a una distancia prudente.

—¡Dígame qué va a mostrarme o me devolveré de inmediato! —le grité para que se detuviera. Así lo hizo y, todavía de espaldas, masajeó su cabeza rapada con impaciencia. Luego desanduvo el sendero hasta donde yo estaba.

—¡Es una reliquia praguense, maldita sea! ¡Usted sabe incluso dónde vivo, no entiendo a qué le teme! —masculló entre resuellos amenazantes.

—Sea más preciso. Le advierto que aborrezco los objetos religiosos —le respondí con firmeza.

—Espéreme aquí entonces —concluyó rabioso, y retomó el sendero que se perdía en la arboleda. Los últimos rayos estivales de ese día, más perezosos que el Moldava, teñían el espejo en movimiento con una mezcla de tonos anaranjados y violetas. Con cautela, decidí seguirlo. Un poco más adelante alcancé a ver que se apartó del sendero. Se acercó al tronco de un sauce y escarbó en la base. Con la mano desenterró algo que parecía una caja metálica oxidada. La abrió y sacó un paquete envuelto en harapos. Cuando se levantó con el pequeño bulto en una mano yo ya estaba a sus espaldas. Sin embargo, no se sorprendió al verme. Al contrario, pujó con algo de ironía.

—Es la cabeza del señor K —dijo—. La verdadera. No una copia o una simulación. Créame que sé bien por qué se lo digo.

En una asociación desesperada, pensé que podía ser una réplica de la escultura mecánica de Černý, recientemente instalada en inmediaciones de la estación Národní Třída. Pero en aquella situación no cabía el sentido común. Con la mano libre el suplicante desamarró un nudo en la parte superior del volumen. El contenido quedó expuesto en la palma de su mano.

 

Observé esa cosa obscena con fascinación. El óvalo que correspondía a la cabeza tendría el tamaño de un puño. Un trozo de cuello se prolongaba tal vez dos centímetros en su parte inferior. Alrededor de ese apéndice alguien había confeccionado el cuello de una camisa que sostenía un nudo de corbata perfectamente ajustado. Un mechón de pelo, crecido en exceso y enredado entre las diminutas orejas y el trocito de nuca, le daba un aire siniestro a la miniatura. Pero lo más aterrador del fetiche era el rostro. Si bien la piel cetrina, la nariz afilada y las cejas pobladas encuadraban unas facciones idénticas a las de K, los ojos y la boca estaban cosidos con hilo negro. La piel, cerosa, parecía inmortalizada por ahumado. Aquella monstruosidad a escala era sin duda la cabeza del señor K.

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—Mírela bien. No es una reproducción. La cabeza fue reducida a pedido de un coleccionista inglés que pagó una suma grotesca por la operación —prosiguió—. Cinco alcohólicos alemanes del barrio Žižkov se encargaron de profanar la tumba y decapitar el cadáver mientras la familia celebraba la tradicional cena judía posterior al entierro. Esa misma noche del once de junio la cabeza inició un viaje secreto desde el Nuevo Cementerio Judío hasta un tributario del río Napo, en la cuenca amazónica ecuatoriana, donde un jefe shuar le practicó la reducción según el método ancestral. Tzantza sukurtin, se denomina, en lengua shuar. Pasado el tiempo necesario para desecarla y reducirla, la cabeza regresó en barco a Londres, en el equipaje de un arqueólogo que nunca sospechó nada. Por supuesto no le revelaré la identidad de los involucrados. No soy periodista ni historiador. En todo caso la cabeza seguro le revelará datos aún más inquietantes.

—Usted está loco. ¿Qué le hace pensar que quiero comprar su esperpento? —le respondí retrocediendo hacia el sendero—. Búsquese un siquiatra, el mundo ya soporta suficientes ultrajes. Regreso a mi hotel ya mismo. Y se lo advierto: no se le ocurra seguirme.

—Se equivoca. La cabeza le hará ver cuánto. ¡Y no se la estoy vendiendo! Es mi regalo. De hecho, ya es suya, tómela. Si le repugna, puede verla como una curiosidad estrafalaria. Pero tiene un don, ya lo verá. Incluso puede introducirla en el documental de su hija.

La mención de Natalia hizo que apretara los puños. Me detuve sin saber si echar a correr o abalanzarme sobre él y romperle la cara. Pero al volverme encontré al suplicante postrado de rodillas, con la cara contra el piso y las manos sobre la cabeza, como lo hacía a diario en su oficio. Esta vez en lugar del vaso de cartón las manos sostenían la cabeza reducida del señor K, aforada por el paño mugriento. Las costuras en el rostro diminuto parecían más macabras en el claroscuro propiciado por las ramas declinantes del enorme sauce que le servía de telón. Tras un momento de silencio, en el que apenas se escuchaba el paso del viento entre el sotobosque y el murmullo distante de la navegación sobre el Moldava, el suplicante extendió los antebrazos hasta depositar la ofrenda sobre el prado. Con la mirada siempre depuesta, sin encarame y en absoluto silencio, se puso de pie, dio media vuelta y se perdió entre los árboles.

Permanecí un momento inmóvil ahí, contemplando la cabecita funesta. No podía decidir qué hacer. Entonces confirmé lo que siempre me había parecido: la expresión de K no era para nada solemne o tortuosa. Todo lo contrario. Sus labios cosidos traslucían una sonrisa burlona. Até de nuevo el harapo, para que el aire libre o mi mirada no lo interrumpieran. Fue la primera vez que la cabeza del señor K y yo estuvimos a solas.

Por supuesto le conté la anécdota a Natalia y le mostré el fetiche. Con cara de asco se limitó a decir que esas cosas solo me pasaban a mí, su atención estaba en el video que ya había empezado a revisar en su portátil. No supe qué decirle, supuse que a mí tampoco me interesaba demasiado, así que decidí regalársela. A lo mejor sí le podía servir para el documental. La aceptó con su clásico bufido desafiante. Se alivió anotando que seguro la incautarían en el aeropuerto, bien sea a la salida por Madrid o a la entrada en Bogotá. Pero el regreso fue sencillo y feliz, sin contratiempos. Casi imperceptiblemente volvimos a nuestras rutinas de la clínica y la universidad, de amigos y deslices los fines de semana, de unas pocas frases entre jornadas y largas charlas perezosas los domingos. Pensé que en efecto el viaje nos había servido. El recuerdo de Estela parecía atenuarse con el paso de los días.

Hasta que esa noche, mientras leía en la cama, empecé a oír murmullos en la habitación de Natalia. No estaba al teléfono, tampoco parecía hablar dormida. Sin embargo, decía algo ininteligible. Su voz era precipitada, mecánica. El tono era hueco, casi un resuello sin aire. Me quité las gafas y dejé el libro sobre la mesita. Entonces escuché un grito seco y casi de inmediato apareció en la puerta de mi cuarto. No alcancé a reaccionar. Corrió a abrazarme, angustiada. Tenía el rostro descompuesto. Temblaba. Sollozaba. Recordé esas noches en que, de niña, llegaba asustada a nuestro cuarto porque Ciro, el mono de peluche, la despertaba con sus platillos. Tras unos minutos de hipos y denuncias, Natalia al fin caía dormida entre Estela y yo. Esa noche no hubo imprecaciones, simplemente se metió bajo las cobijas. Maldecía entre dientes, como si no pudiera evitarlo. Le acaricié la frente y el pelo. La abracé. Le susurré frases tranquilizadoras. No sé en qué momento nos venció el sueño.

Al día siguiente, mientras desayunábamos, dijo que teníamos que hablar. Me explicó que había guardado la cabeza del señor K en la pecera que había sido de Estela. La misma que desmontamos días después de su última partida, para aligerar el duelo, y que, para mi alivio, empezó a usar como depósito de pequeñeces.

—Anoche me habló. Era su voz, o una idéntica, en mi cuarto. Pensé que había vuelto. ¡Al principio fue tan dulce, tan ella! Pero luego dijo que se sentía mejor fuera de aquí, que esa había sido siempre su meta —dijo entre afligida y furiosa—. Pero era un montaje. La cosa esa estaba imitándola. Y así siguió hasta que me metí a tu cama, como una desvalida. Todo por haberte aceptado eso de regalo. Te la devuelvo, ni siquiera voy a tocarla. Sácala de mi habitación. Y te aconsejo que te deshagas de ella. Cuanto antes. No quiero volver a verla el resto de mi vida.

Sin pronunciar palabra me levanté de la mesa, subí trotando las escaleras y entré a su cuarto. Saqué la masa entrapada de la pecera, crucé el comedor con ella en la mano, abrí el baúl del carro parqueado frente a la entrada y la arrojé sobre la caja de herramientas. Mientras me devolvía para terminar el café, una Natalia editada por su propio reflejo me miraba tras el ventanal. Al fin, indiferente, le dio el primer mordisco a su manzana.

 

Esa noche, al regreso de la clínica, me detuve en el parque y enterré el fetiche bajo un árbol. Pensé tirarlo a la basura, pero recordé que el suplicante lo había sepultado. Supuse que sería la mejor manera de salir del paso. Después de las buenas noches a Natalia, me eché a ver televisión en mi cuarto. A punto de caer dormido, noté un zumbido denso, grave, indefinible. No podía precisar de dónde provenía. Apagué la televisión y los demás aparatos eléctricos, me quedé a oscuras. El sonido persistía. Abrí la puerta, di una vuelta por la sala. El resto de la casa me lo confirmó: el sonido se concentraba en mi cuarto. Volví a la cama, desarmado. Ahora la vibración parecía una multitud de sonidos aun más leves. Algo como el siseo repetido y simultáneo de una colmena o el ruido de millones de máquinas y voces que condensa una ciudad cuando se la escucha desde lejos. Fastidiado a tope, metí la cabeza bajo la almohada. Alguien abrió la puerta, la cerró tras de sí y se detuvo junto a mi cama. Me deshice de la almohada. En la penumbra, apenas distinguía lo que me pareció una silueta femenina.

—¿Natalia? —dije en voz baja.

—¿Qué dice? —respondió la silueta. Por el tono de voz, entreverado en el zumbido, concluí que era Griselda, una paciente con la que había fallado antes del viaje.

—¡Natalia! —llamé esta vez, seguro de haber caído en una trampa del inconsciente.

—¿Qué dice? —dijo otra voz desde afuera. Me pareció que era Esteban, el otro paciente con el que las cosas habían terminado mal. Sin duda esperaba su momento de entrar.

—¡Está llamando a su hija! —anunció Griselda. Afuera, varias risas—. Ella ahora está profundamente dormida. ¿De veras quiere despertarla? —continuó—, ¿quiere que se la traigamos?

La amenaza me erizó. A punto de empezar a suplicar, caí en cuatro patas sobre el tapete. Con un esfuerzo descomunal, intentaba alcanzar el interruptor de la lámpara. Ante mi silencio, Griselda prosiguió:

—Es mi deber informarle que esta celda no cumple con el nivel de seguridad necesario para su detención. Lo más probable es que sea demolida, quién sabe si mañana o en los próximos meses. Mientras, se estudia la posibilidad de trasladarlo al pabellón de aislamiento. Es mejor que arregle sus asuntos a la brevedad. Cuando llegue ahí, si es que antes no se toma otra decisión, no podrá volver a ver a su hija.

—¡No, eso no! Por favor dígame qué quieren que haga —vociferé, como si me insultara a mí mismo. El interruptor de la luz se alejaba cada vez más de mis dedos engarrotados.

—Solo vengo a notificarlo, no sé nada más sobre sus asuntos.

—¡Pero yo no puedo abandonar a mi hija por una orden absurda!

—No es una orden. Es la simple y llana ley.

—¿Una ley inventada por un fantasma? ¡Eso no puede ser una ley!

—Qué quiere que le diga. Toda ley es inventada, no existía hasta que se encontró la necesidad de ponerla en rigor.

Impetuoso, mi otro paciente suicidado entró al cuarto. Su voz se sobrepuso al zumbido, que seguía en crescendo.

—Veamos, doctor —dijo con afectado énfasis—. ¿Qué es lo que le parece tan extraño de esta situación?

—Todo, absolutamente todo. Para empezar, ustedes están muertos. Pero además me atormentan sin razón alguna, porque no hice más que ayudarlos. No cometí ninguna falta por la que puedan reprocharme.

—Una vez más está en un grave error, doctor —prosiguió Esteban, conteniendo la ira—. Revise bien sus palabras. Sopese todos sus actos. ¿Está seguro de no haber fallado en nada?

Mientras me exigía más allá del temblor para agarrar el control remoto del televisor (la lámpara se había hecho inalcanzable), Griselda se me acercó y empezó a decirme algo en veloces susurros. Me tiré de costado sobre el tapete. Ambos se inclinaron sobre el feto empiyamado en que me habían convertido. Sus palabras se ahogaban en el zumbido. Sus risas me ardieron en los tímpanos. La aberración cesó justo cuando Griselda y Esteban se acercaron tanto que la penumbra no alcanzó a ocultar sus labios cosidos.

Al abrir los ojos, todo estaba oscuro. El reloj marcaba las tres y media de la mañana. Tiré a un lado el control remoto. Encendí la luz. Vomité. Me vestí. Salí y encendí el carro. Llovía. Manejé hasta el parque. A punto de romperme los dedos, desenterré la cabeza del señor K. Luego volví a casa. Desamarré de nuevo el trapo enlodado. Puse la cabeza reducida en el centro de mi cuarto y me senté en el borde de la cama, a mirarla. El señor K conservaba incólume su particular rictus, entre la zozobra y la risa. Al día siguiente llamé para pedir que instalaran cámaras de seguridad en toda la casa. Estaba decidido a castigar a quien fuera que estuviera entrando de noche a mi casa.

La vibración reapareció tres noches después. Tras sopesar todas las posibilidades, había ocultado el fetiche en un cajón del estudio. Sin embargo, el ruido de metrópolis miniaturizada, de enjambre metido en una cabeza de alfiler, tenía de nuevo su epicentro en mi cuarto. Esta vez pude aislar casi de inmediato una vocecilla que parecía una transmisión radial defectuosa. No tuve más remedio que aceptarla como la voz del señor K, ajustando frecuencias a distancia. El ruido de fondo que la acompañaba me produjo una suerte de neuralgia somnolienta. Estaba atrapado, infestado, reducido. Me tiré sobre el tapete a intentar descifrar lo que decía. No sé cuánto tiempo pasó. Mi único recuerdo de esa noche turbia es esta frase:

—Un mazo de madera señala el inicio.

En la mañana estaba tan perturbado que llamé a la clínica para excusarme. Dije que tenía una gripa devastadora. El director me creyó, supongo que mi voz sonaba tan enfermiza como la responsable de mi desvarío. Era jueves; sin disimular su incomodidad, me licenció hasta el lunes. Al despedirse, Natalia me recordó que podía llamarla en cualquier momento. De su gesto retraído entendí que lo mejor sería no molestarla. Solo en la casa, revisé las grabaciones de las cámaras. Nada fuera de lo normal. Supuse que se trataba de simples pesadillas. Todo debía tener una explicación.

Mi yo siquiatra se incorporó con firme lentitud. No podía dejarme arrastrar por aquel fantaseo propiciado por la ofrenda del suplicante. De seguro la partida de Estela no había sido asimilada del todo: debía entender los rezagos del dolor, desenraizar la frustración. Aceptar que en mi interior apenas empezaba el ajuste de cuentas, complicado por el suicidio de mis últimos pacientes. Tenía que perdonarme, aferrarme con firmeza a la razón, me dije. Cerré todas las cortinas, apagué el teléfono. Encontré té de valeriana en la cocina. Preparé una taza y me metí en la cama con la intención de recuperar algo de sueño. Pasaron unos minutos. Los párpados empezaron a caer por su propio peso.

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—Tú, no te duermas —me dijo, y sentí un golpecito con un legajo en la rodilla.

—No me duermo —respondí de memoria, y entonces supe que estábamos en uno de sus diarios. En el segundo cuaderno, para ser exactos.

—Tú —parafraseó, y me dio otro golpecito en la rodilla, esta vez con la suya—. Abre los ojos que quiero despedirme.

Así lo hice, aunque sabía que la promesa era falsa.

—Tienes razón, no soy sincero contigo —continuó—. Voy a estar por aquí otro tiempo.

No me inmuté, como se suponía que debía ser. Su presencia era un flujo de trazados vectoriales que apenas se sostenían un parpadeo, luego se disipaban con un temblor electrónico. Comprendí que una parte de mí se desmarcaba del guion que el visitante había previsto en detalle. No entendía cómo había logrado ese libre arbitrio en medio de la sujeción total, pero funcionaba. El holograma del señor K se acercó a la ventana, corrió la cortina.

—Levántate, Mauricio. Internamos a tu hija hace unas horas.

Era el director de la clínica. Sin comprender nada pero impulsado por la angustia, me vestí y lo seguí. Le pedí que me llevara, era incapaz de conducir. En el camino me explicó que Natalia había sufrido una crisis mientras editaba un video en la universidad. Después de agredir a uno de sus compañeros en la sala de edición, se había cortado las venas en el baño. Todavía estaba consciente cuando la subieron a la ambulancia. Ya en la clínica había pasado a un estado de psicosis aguda. La encontré vestida con la bata azul de los internos. Era inútil intentar despertarla, estaba bajo sedación profunda. Sin otra opción, busqué en su bolso, tomé su teléfono y llamé a Lina, su mejor amiga.

—A mí no me extraña lo que está pasando, ella llegó muy rara del viaje, Mauricio. Además, está lo de su… situación.

—A qué te refieres, Lina.

—Bueno, ya sabe. Su crisis, la pérdida de su trabajo, en fin. La verdad es que este último mes, o sea desde que llegó del viaje, ha sido un infierno para ella.

Quedé de una pieza. Le colgué sin más. ¿No llevábamos apenas una semana en Bogotá? Revisé el calendario de mi teléfono. Sin importar lo que me mostrara, no podía recordar las fechas de nuestro itinerario. En cambio, encontré muchas llamadas perdidas de Natalia, fechadas hasta diez días antes. De hecho, esa misma mañana, probablemente antes de la crisis, me había llamado de nuevo. El director de la clínica se me acercó.

—¿Seguro que estás bien? Tal vez necesites un chequeo de rutina. Si quieres puedo hablar con Miriam y…

—¿Es cierto que ya no trabajo aquí?

—Vamos, Mauro, sabes bien que no me dejaste opción.

Me devolví a la habitación de Natalia. La contemplé un rato ahí, inmóvil como un insecto atrapado en una red química, sin duda por culpa mía. Tomé asiento junto a ella. Un sopor sobrehumano me venció en cuestión de segundos. Me vi en casa. Al bajar las escaleras, me enredaba en un hilo que se perdía entre las uniones de madera. Una risita seca, carente de pulmones, salía de los peldaños. Me sobresaltó la vibración del teléfono en mi chaqueta. No alcancé a contestar. Pero la pantalla presentaba un nuevo entresijo. Me levanté dando tumbos. La llamada era de Estela.

 

Mientras intentaba abrir, noté que algunos vecinos curioseaban mi llegada desde sus ventanas. La llave giraba, pero la puerta no se movía, como si alguien le hubiera puesto pestillo por dentro. Entre más luchaba con la cerradura, más sonreían los curiosos. Algunos incluso tomaban fotos o se hablaban por teléfono.

—¡Ya basta! —ordené al fin, furioso—: ¡quita de inmediato el pestillo!

Escuché un trotecito cojo de palitos que se acercó y una risa de hojas secas al otro lado. Luego su caída después de mover el pasador y enseguida un girar de carrete plástico que se perdió entre la sala y la cocina. Algunos vecinos se enviaban mensajes de texto que podía ver navegar en el aire, de una casa a otra: «Según él, es Odradek», «Odradek procede del esloveno», «No, es una voz de origen alemán con influencia del esloveno», «La etimología es lo de menos, lo importante es que existe», y así por el estilo.

Al entrar, todo en penumbras. Los interruptores no respondían. Las cámaras, sin embargo, estaban encendidas. Alumbré precariamente el camino con el teléfono. A unos pasos de la puerta tropecé con algo. Era un martillito de madera, parecido a los que se usan para comprobar el reflejo rotuliano. Recordé la sentencia del señor K: «Un mazo de madera señala el inicio». Esperanzado, lo guardé en un bolsillo de la chaqueta. Presumí que si martillaba la cabeza miniaturizada durante el tiempo suficiente, conseguiría aplacarla o por lo menos reducir su influencia. La soñé convertida en una especie de plato colgado en la pared de la sala como trofeo. Si bien el disco mantenía las facciones del señor K, carecía de poderes supernaturales. Casi de inmediato tuve que desechar la idea. La cabeza no solo anticipaba mis pensamientos sino que los modelaba. De hecho, sin duda esa conclusión había sido infundida precisamente por el señor K, para hacer explícito su dominio absoluto sobre mi existencia.

Fue entonces cuando lo entreví en la penumbra. Un armatoste enrevesado, que al principio me pareció una guillotina, ocupaba el centro de la sala. Si bien la estructura en su conjunto daba la impresión de exceso y anarquía, era fácil inferir la acomodación de un condenado en el centro de la quijada mecánica. Ni siquiera necesité acercarme. Fui un explorador que observa sin juzgar, vi al condenado lamer un poco de pulpa de arroz antes de morir. En cuestión de segundos el calor se hizo insoportable. Al deshacerme de la ropa, el mazo de madera cayó a mis pies. Todo lo que necesito es descansar un poco, pensé, debo ir de inmediato a la cama. Entonces escuché que alguien tosía escaleras arriba. Desnudo y cubierto de sudor, tomé el martillo de madera y subí. Un haz de luz salía de mi cuarto. ¿Alguien veía televisión ahí adentro?

Al entrar, el sistema de seguridad presentaba una vista múltiple de la casa en infrarrojo. Una de las cámaras exteriores, que enfocaba el invernadero de Estela, me dejó ver un resplandor adentro. Activé la cámara instalada en el interior del invernadero. El plano general mostró una luz, al parecer otra pantalla, tras un grupo de helechos, justo en el centro del domo.

 

Intenté un acercamiento con el control, nada. La imagen se disipó en una niebla electrónica. Desconcertado, toqué el monitor con una mano. Pude acariciar la siempreviva en el umbral del invernadero, ahora huérfano y gigantesco. La luz lejana podía ser de un televisor. ¿Cómo alguien podía ver televisión con semejante espectáculo botánico y de tales dimensiones? Calculé que debía caminar cerca de media hora para llegar al centro del domo. De camino admiré las orquídeas, las atrapamoscas, los tréboles, las gardenias, algunos brotes del esquivo peyote y otras especies vegetales que Estela domesticaba con pericia. Todas seguían enteras y vivaces, como si ella viniera en secreto a atenderlas. Al fin llegué al grupo de helechos que me separaba del televisor. Intuí en ese oasis mi propia cama. A fin de cuentas, ¿no había venido a dormir? El presentador del noticiero se disponía a dar una noticia de orden público cuando fue silenciado.

—¡Preciso ahora se digna venir a verme! —exclamó una voz masculina, ronca y fastidiada, desde mi cama—. Ni se le ocurra acercarse más. Hoy es mi día de descanso. Regrese mañana en la tarde, si puede. Debe agradecer que estoy de buen humor y por ello no le exijo tramitar una cita formal.

—Pero qué dice. Yo no vengo a pedirle una cita. Simplemente quiero tomar una siesta.

—No me extraña que tenga tantos problemas. Sus modales dejan mucho que desear. Puede dormir cuanto quiera bajo los helechos, pero no se le ocurra sobrepasar ese límite. Si lo hace jamás me ocuparé de su caso.

Recordé la visita de Griselda y Esteban, sus amenazas sobre mi hija y mi casa. Decidí no dejarme amedrentar.

—No sé a qué se refiere. Además, ni siquiera sé con quién estoy hablando.

En ese momento la frondosidad de los helechos se arqueó un poco sobre mí. En la estructura celular de las hojas más cercanas me vi mil veces repetido, como si una multitud me observara. La mirada fractal de los helechos, sin embargo, era artificial. Cada célula era una cámara conectada a una central de datos que sin duda procesaba toda la situación a distancia y velocidad obscenas. No se trataba del sencillo sistema de vigilancia instalado en casa, no. El silencio de mi interlocutor me confirmó que él estaba conectado a dicha fuente. De hecho, era muy probable que en ese momento me monitoreara por el televisor sin volumen. Estimé la posibilidad de atacarlo con el martillito. Tomarlo como rehén, obligarlo a hacer algo definitivo que me sacara de ahí para siempre. Al fin y al cabo, ese no era el señor K, sino más bien una representación. O alguien a su servicio.

 

Una especie de agente. Así las cosas, ¿era la cabeza reducida del señor K una central de datos? ¿Ocultaba un procesador capaz de retarnos hasta el límite? No podía descartar ninguna opción. Podía tratarse, por ejemplo, de una interfaz capaz de convertir la materia en información y viceversa.

—Debe conformarse con saber que soy su abogado. El único que puede llevar su caso a un final menos espinoso. Tan pronto tenga noticias sobre su caso le enviaré un email. Ahora retírese o duérmase. Quiero terminar de ver las noticias.

—Tengo frío. Permítame al menos tomar una manta.

Silencio tirante. Todo el invernadero atento.

—Es su día de suerte. Me dicen que es mejor atenderlo de inmediato. Pero eso no significa que pueda acercarse. Mucho menos que yo vaya a solucionarle nada. Simplemente sepa que, si cumple a cabalidad con los requisitos de su amonestación, este incidente será olvidado.

—Precise a qué se refiere con todo eso.

—Puede verlo de este modo: la máquina de la sala está lista para empezar con usted, ya no como observador sino como condenado. Su hija está a punto de ser diagnosticada con esquizofrenia paranoide. En este instante su esposa maneja una motocicleta que sufre una decisiva fatiga de material. La demolición de su casa requiere apenas de una firma. Empero, usted puede hacer que todo salga bien con solo cumplir los términos de su amonestación.

—Dígame de una vez cuáles son esos términos.

—Es algo realmente sencillo. Devolver la interfaz del señor K a su legítimo dueño y olvidarse para siempre de este asunto.

—Nada me hará más feliz. Dígame cómo.

—Pronto lo sabrá. En cuanto realice la entrega, tendrá sus asuntos al día y a sus seres queridos en casa.

La ira me escocía las entrañas. Quería correr hacia la cama, martillito de madera en mano, y hacer puré al jurista, en el acto. Sin embargo, opté por parecer razonable.

—No haré nada hasta que ustedes no den el primer paso. ¿Quién me asegura que cumplirán su promesa? Denme primero lo que quiero. Si no cumplo, asumiré las consecuencias.

La noche crujió a volumen mínimo. Cada planta del jardín se crispó como si estuviera a punto de colapsar. Temí lo peor: la interfaz del señor K podía llevarme a la carretera, a la sala, a la clínica o a todas en simultáneo, simplemente para que viera mi vida despedazarse sin remedio. Pero era apenas un efecto dramático.

Sin más, fui a dar de nuevo a la sala. Odradek, ese niño de brazos como palitos de helado y piernas de carrete plástico, rodó hasta perderse bajo la escalera. La máquina de suplicio había desaparecido. En su lugar encontré otro sofá, el primero que compramos cuando amoblamos la casa. En la penumbra pude distinguir una figura femenina que reposaba de lado, con una mano sobre la frente.

—¿Estela? —pregunté con precaución, sin dejar de acercarme.

La silueta se revolvió como si se despertara. Unos pasos más cerca, comprobé que vestía la bata de la clínica. La figura se incorporó. Aunque los ojos y la boca estaban cosidos con hilo negro y la cabeza no superaba el tamaño de un puño, reconocí los rasgos de Estela. Muy a mi pesar, la voz era de Natalia.

—¿Por qué me haces esto? —gimió, y corrió a perderse en la oscuridad de las escaleras.

Corrí como un autómata tras ella, sin importar que supiera que era imposible darle alcance. Al entrar en mi cuarto vi que el sistema de cámaras seguía grabando. Me senté y monitoreé cada área. Estaba solo en la casa oscurecida.

Esa mañana, con el sol incendiando la ciudad, regresó Estela. Oí el ronroneo de su moto a lo lejos y luego la vi apearse.

 

Sacudir la melena. Despejarse la frente con una mano. Ya no se excusaba, ni nos hacía hondas promesas de no volver a hacerlo. Natalia y yo la recibíamos siempre como si no hubiera pasado nada, sin importar el tiempo y los kilómetros que le hubiera tomado. Nunca le dijimos que cada vez, en un pacto silencioso, esperábamos que no regresara. Que nos hacíamos a la idea de haberla perdido para siempre, cada vez, sin importar cuántas veces hubiera sucedido.

Horas después me llamaron de la clínica. Me pareció que el carro volaba. Entré a casa con Natalia sin mencionarle el regreso de Estela. Ya se enteraría, pensé, cuando la encontrara dormida en nuestra cama, donde había quedado exhausta después de una ducha. Pero cuando subimos para llevarla a su cuarto vi la cama intacta, el segundo piso vacío. Supuse que estaría en el invernadero, intentando reparar los estragos del abandono. Entonces Natalia vio el pequeño mazo de madera tirado junto a la puerta de mi cuarto. Entró y lo tomó. Jugó a romperme las piernas, la cabeza, una costilla. Se rió. Se lanzó con un suspiro feliz sobre la cama. En minutos estaba dormida. Yo tomé el mazo, lo examiné sin mayor interés. Fue cuando hallé una diminuta inscripción en la parte superior del mango, rodeando la cabeza. Y una dirección del barrio Teusaquillo.

Anoté la dirección, fui al cajón del estudio, saqué la cabeza del señor K y bajé trotando las escaleras. Abrí el baúl del carro parqueado frente a la entrada y la arrojé sobre la caja de herramientas. Luego de cerrarlo noté que alguien seguía mis movimientos desde la casa. ¿Era Estela?, ¿Natalia? Su silueta, vectorizada por el centelleo del sol, parecía temblar en la pantalla de la ventana. Tal vez hizo un leve movimiento con los dedos de la mano, en señal de despedida. Un resalto de mi cabeza hizo que su propio reflejo sobre el ventanal empezara a editarla. Le respondí levantando la ceja. Ella, indiferente, le dio el primer mordisco a su manzana.

 

(Este relato hace parte del libro Enemigos imaginarios, publicado por Resplandor Editorial, con el que obtuvo una beca de edición a autores colombianos del Ministerio de Cultura en 2019 y fue nominado al Premio Biblioteca de Literatura Colombiana EAFIT el mismo año).

*Las fotografías publicadas hacen parte del archivo personal del autor. 

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