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Revista Fuerza de la Palabra
Novela

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Felipe Agudelo Tenorio, Bogotá

Poeta, cuentista, novelista y guionista. Nació en Bogotá. Ha publicado cuatro novelas, Las Raíces de los Cielos, Planeta, 1993; El Vuelo Negro del Pelícano, Silaba editores, 2016; Búsqueda Incesante, Planeta, 2019 y Murallas Infinitas,Tusquets, 2021. Tiene a su haber dos libros de cuento, Las noches del Búho, Colcultura,1986 y Cosecha de Verdugos, Ediciones Sin Nombre, México, 1999. Así como cuatro librosde poemas, Señales de Humo, México, 1986; Oráculos Ausentes, 2004; La Balanza Encantada, 2005 y Variaciones Bárbaras, 2021. Publicó, en la colección Respirando el verano, un libro de diversos géneros titulado Nidos de Viento, 2021. Ha colaborado con periódicos y revistas culturales en varios países. Poemas, cuentos y ensayos suyos figuran en diversas antologías. También ha escrito para la televisión nacional dos producciones: La Hija del Mariachi y La Ley del Corazón (Temporada Uno).

Extracto de la novela Murallas Infinitas. 

Tusquets, 2021


Capítulo 35.

 

Caballo de hierro

 

Si hubiese alguna manera en la que pudiésemos observarlo en este instante, el contexto ambiental nos indicaría que Gotardo se ha dormido de una forma profunda y que —por lo que pronto sabremos— le era absolutamente necesaria. Solo que no nos sería posible establecer por cuánto tiempo ha encontrado refugio en la nada del sueño. Lo que sí está comprobado —por él— es que desde la noche en que tuvo la acuosa pesadilla de las medusas con rostro de muchacha duerme de manera irregular, a sobresaltos de duración variable, como si sus circuitos circadianos estuvieran desfasados. 

Por eso es lícito sospechar que, quizás, tan solo ha logrado dar una breve cabeceada, una precoz zambullida en la sangre liviana que nutre los descansos. O tal vez hayan transcurrido un par de horas. Pero si ha sido esto último, el corte de cabeza no lo ha beneficiado mucho más. Así que cuando abre los ojos aún es plena noche de luna creciente. Eso lo constata a través de la ventanilla del camarote de primera clase que, por fortuna, solo lo tiene a él como ocupante. Gracias a la previsión, cautela y generosidad del señor y la amabilísima señora Zhang. 

Afuera el paisaje campestre semeja un muro denso, como tejido con diferentes hilos de oscuridad. Es tan solo una espesa y honda muralla visual que pareciera hecha como un ejercicio de superposición de trazos y con pinceles remojados en tinteros con distintas mezclas de negrura. ¿Toda oscuridad es ausencia de luz o habrá algunas que estén hechas de luz oscura? ¿Existirá la antiluz? La impertinencia de la pregunta termina de despabilarlo. Lo obliga a recordarse que no todo el espectro de la luz es visible. Hay una parte invisible en la misma luz, eso es lo que lo inquieta. La oscuridad en cambio es muy visible, aun si en ella no vemos nada. Y al pensar involuntariamente en esto tiembla, pues despierta en su memoria un cúmulo de imágenes horribles que aún no ha superado ni podido borrar. Como Gotardo no quiere continuar por ese rumbo de cuestionamientos baladíes y horrendos recuerdos, para distraerse sube por completo la cortinilla, baja un poco la ventana y dispara su mirada a la mayor distancia posible. 

Por lo pronto, allá en la lejanía solo se divisan algunas lucecitas, dispersas pero constantes, que antes de desaparecer del cono de su visión parecieran proyectarse hacia atrás, en un tipo de movimiento que le recuerda una película de Chaplin que vio hace muchos años. Se trata de fincas y casitas de campesinos, así como de pequeños caseríos. Él, en cambio, está aparentemente quieto, sentado. Todo parece desplazarse excepto él. Lo cual, más que falso, es un efecto relativo. En este universo todo está en movimiento, incluso a velocidades difíciles de concebir, pese a que ni siquiera seamos capaces de notarlas. De lo que está seguro es que lo que está venciendo la inercia es el tren.

Ustedes ya lo conocen, este es el tipo de especulaciones que a él lo entretienen. Le evitan pensar en todo lo que debería reflexionar a fondo, pero no se atreve. 

Lo que sí ha tenido un cambio incuestionable es el clima. En media hora la temperatura ha evolucionado de estar muy fría a francamente cálida. Una calidez húmeda y agradable que hace mucho no sentía. Es la consecuencia lógica de haber descendido más de dos kilómetros de altura, alejándose así de las estrellas, desde la inmensa meseta que yace entre las altas estribaciones de las cordilleras y alberga la gran sabana cundiboyacense, hasta las riberas del caudaloso río grande de La Magdalena, pasando por un punto que dicen está abajo del nivel del mar. Algo que solo puede suceder en la peculiar geografía por la que anda. 

Sin que el tránsito sea gradual el tren entra, súbitamente, a un área de completa oscuridad, sin lucecitas, deshabitada. Entonces un viento tibio se cuela a través de la ventanilla y arrastra hasta sus narices el petricor de los fragrantes efluvios que se evaporan de las tierras calientes. Son los aromas de esos últimos retazos de selva y bosques que aún se resisten a nuestra inclemente voracidad. Gotardo los olisquea tan a gusto que pareciera estarlos masticando. En un gesto de complicidad, cierra los ojos para que se le intensifique el olfato y aspira la lenta putrefacción de las grandes hojas de palma que caídas se fermentan con el orín de los viejos jaguares. Percibe el olor de las charcas donde se aprestan a copular las ranas y los sapos, mezclado a la mineral humedad de los fangos donde dormitan los caimanes. Olfatea el miasma de la mierda que van dejando a su paso las manadas de marimondas y de nerviosos micos tití. Aspira a plena capacidad pulmonar y lo alcanza el olor del agua fresca de los ríos donde sobreviven los bocachicos y las babillas. También le huele a pencas de plátano maduro y a la dulce pulpa de los mangos caídos para que tengan su banquete nocturno los hormigueros y los escarabajos. Deliciosamente absorbe la delicada esencia que exhalan las familias de orquídeas, inmersas en la conversación secreta que mantienen en las ramas altas de los laureles y las ceibas. La brisa le huele a las cáscaras rotas de los huevos de las guacamayas y los loritos recién nacidos. Le huele al hambre de los polluelos del águila arpía que chillan en sus nidos. Le huele a los abandonados cueros secos de la mapaná, al sudado pelaje de las ardillas, al húmedo pelambre de las nutrias y de las ratas. En el aire se manifiesta la maduración de las pitayas, los zapotes, los mamoncillos y los nísperos silvestres que están a punto de ofrendar sus azúcares en las fauces ávidas de las espectaculares bandadas de murciélagos frugívoros que, gracias a su voracidad y sus cagadas, esparcirán las semillas de los nuevos brotes. 

Recostada su frente en la ventanilla y con la nariz trabajando a total capacidad tiene que reconocer que más que a una realidad exacta le huele a una buena memoria que tiene su resurrección entre los almíbares compuestos de un tiempo muy feliz que hace muchísimo se le escapó de sus manos y al que nunca jamás regresará, pero que todavía agradece como si aún lo estuviera viviendo. El pasado se renueva constantemente. Nunca podemos recordar dos pasados iguales. 

Pese al ramalazo tenaz de la nostalgia y a su clara conciencia de que toda esa belleza que nombra está en riesgo de ser destruida, narcisamente el tipo se alegra de saberse en condiciones personales de mayor seguridad. (Lo cual explica por qué separó en el aire los hedores que no quería olfatear: los de los excrementos de los animales que irán a los mataderos, los de la pólvora, la gasolina y la carne humana). Y esta sensación la celebra porque al fin logró apartarse de los peligros en los que hasta hace poco casi sucumbe. 

El cuerpo y la mente aún le duelen, pero son dolores mermados por el paso de los días y, en especial, por los cuidados de la doctora Ming Xiu. Se siente mejor, sí, pero no tanto como para estar tranquilo. Llevo años sin poder sentir tranquilidad, eso piensa. Quizás, por eso es que cierra los ojos y busca refugio dentro de él, en el silencio inoloro de su selva interna, donde se toma unos pocos sorbos del río interior de su calma. Así se concede la posibilidad de disfrutar el ser mecido por los movimientos de la gran máquina sobre la carrilera, por su rítmico vaivén. 

Quizás era ese acunarse lo que tanto añoraba, después de haber tragado miedo y dolor a paletadas. Aunque estar sentado en ese camarote sea el resultado de una configuración de lo real en la que el azar fue dominado por la necesidad. No es un viaje que él hubiera planeado con deliberada anticipación. Mucho menos de esta manera. Pero, con frecuencia, lo no concebido como plan resulta ser la mejor opción de cambio. En especial si se trata de despistar enemigos y sobrevivir. En muchas fugas lo que funciona es la ruta inesperada, la acción impredecible, las elegantes ecuaciones del factor sorpresa. Entonces, el adversario que confía en su capacidad de pronosticar hacia dónde se encamina el rastro de aquel a quien persigue súbitamente pierde la huella de su presa y ve triunfar la incertidumbre. Ojalá y así sea, se repite Gotardo en su cabeza.

  “Quien se atreve a hacer algo que nunca ha hecho, con toda seguridad aprenderá algo nuevo”, le sentenció una vez la maestra Tara Mandarava, después de un corto retiro que hicieran en una de las fantásticas cuevas del Himalaya nepalí y justo antes de ir a visitar la sacramentada ciudad de Lumbini, cuna del Iluminado, donde Gotardo reconoció con humildad no estar listo para dar ni el primero de los ocho pasos. Aunque de seguro la sentencia de la monja tibetana se refería a algo de un orden muy distinto, espiritual. Pero una buena enseñanza es la que se puede aplicar en muy diferentes situaciones. 

—Aprender algo nuevo no significa que ello sea necesariamente bueno. 

Eso respondió él y vio a la compasiva Mandarava acariciarse su cráneo rapado y sonreír, como único comentario. Quizás porque lo que ella le ofrecía eran las seguras bondades de un sendero viejo y transitado desde hace muchos siglos.

Al pensar en esto Gotardo sonríe, acepta su ignorancia y deja de reverenciar el recuerdo de Tara. Un instante después el vidrio de la ventanilla se le transforma en un espejo que refleja su rostro. Se observa a sí mismo fríamente, sin emitir ninguna opinión. Logra hacerlo tal como si mirara a alguien que no tiene ningún vínculo con él. Ese distanciamiento psíquico, aunque sea insostenible, es productivo. Al suspender su vicio de juzgarlo todo, el pensamiento se vacía de basura y la mente inferior queda en pausa, pierde su trono, no sabe qué hacer y calla. Esa brecha le posibilita tomarse un brevísimo descanso de la perenne preocupación por el estado de su yo. Lo que Tara Mandarava definía como “tu gran preocupación por lo menos”. Por un buen rato Gotardo deja de pensar y se concentra en el regocijo que le producen los movimientos del tren sobre los rieles, en imaginar la hilera de vagones y la forma en la que van rasgando la tropical oscuridad de la noche que cruza.

Ir en tren entre Bogotá y la costa caribeña siempre ha sido su viaje favorito. Su preferido entre todos los viajes que se pueden hacer en este país. Él les reconoce a todos los gobiernos de Colombia que, pese a las inmensas presiones recibidas de los poderosos sectores que han querido acabarlos, responsable e inteligentemente ellos han luchado para que los fantásticos y ahora modernos ferrocarriles del país sigan funcionando. Son un servicio que beneficia tanto y a tanta gente que ninguno de los actores armados de nuestra feroz guerra interna se ha atrevido a atentar, ni una sola vez, en su contra. Caso único de inteligencia política, como comprueba el que no haya un solo registro de voladura de sus rieles.

 

Sé que otros seleccionarán distintos medios de transporte, otros recorridos, otros destinos, incluso mejores puntos de salida, pero a Gotardo este viaje es el que le emociona más. No había pensado que podría volver a hacerlo, ni siquiera en sus ratos de libre fantasear. Y, sin embargo, helo aquí, trepado en el caballo de hierro, como desde niño le gusta decir. 

¿Cómo y por qué llegó Gotardo al interior de un tren? ¿Qué está haciendo y de qué peligros se congratula de haber huido? Eso, quizás, se lo estarán preguntando ustedes. Porque sí, es cierto, Gotardo va en un tren que se dirige a una de las dos fronteras azules del país, la del norte. ¿Qué lo condujo a esta buena situación? Bueno, antes de ofrecerles una explicación periodística, entrampada en anécdotas de clara comprensión, digamos que una teoría fuerte al respecto podría sugerir que se trata del inevitable resultado de la forma en la que se suman todas las historias temporales que confluyen en cada realidad de la que tenemos conciencia de habitar. Y como él especula—ahora que cuenta con unas horas para intentar poner en orden su cabeza, lo cual es tan arduo de hacer que pronto desechará la tarea—, tal vez haya acontecido que para estar ahí sentado, el comando central de su vida ha debido elegir una sola posibilidad entre todas las que pasan en las demás realidades. En muchas otras realidades seguramente Gotardo no está a bordo de un tren, pero dónde esté es imposible saberlo desde donde está. Mejor dicho, el electrón cruzó todas las calles para poder subirse a este tren. Y lo único que ahora nos importa es este ahora porque es el único que él puede comprobar a través de sus sentidos.

Pero antes de desarrollar teorías entendibles y de menor complejidad, súbitamente, Gotardo se ve impelido a descender de esa nube imaginativa porque escucha que alguien toca la puerta, discretamente, con educación. Autoriza, sin alarma, con un “entre, por favor” y voltea para observar al camarero que porta la bandeja con las cervezas y los sánduches que ordenó. “Para las nueve de la noche, por favor”. 

A continuación, él mismo desplegó la mesita, esperó que le acomodaran el servicio y lo agradeció con una correcta propina. De esa forma astuta y con total autoconocimiento de causa suprimió la posibilidad de una sorpresa de cualquier tipo, incluso agradable, pues se evitó la tentación de ir a cenar a su lugar favorito de los trenes, el vagón bar-comedor. Once minutos después —y sin ponerse quisquilloso— puede asegurar que los sánduches de quesos gouda y azul derretidos sobre rodajas asadas de portobelo estaban muy pasables. Eso sí, las papitas fritas le supieron deliciosas. Pero, como es habitual, lo único que conservó inalterada su calidad fue la cerveza helada. Y lo más grato de todo es que siempre se pueden ordenar más, tan solo pulsando un timbre. 

Sin embargo, ahora que ha saciado su apetito, el gran problema que a él le plantea el resto de la noche —que avanza ineluctable hacia un futuro que Gotardo siempre se ha esforzado por rehuir— es que no se permite fumar a bordo del tren. Hay letreros por todas partes al respecto, incluso en inglés. No smoking, please (...)

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