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REVISTA FUERZA DE LA PALABRA ENSAYO 

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Diego Rodrigo Echeverry Rengifo, Caicedonia -Valle, 1980

Profesional en Gestión Cultural y Comunicativa y Magíster en Hábitat de la Universidad Nacional de Colombia sede Manizales. Su tesis “Correlatos del hábitat: tránsitos por la intimidad y la resistencia” recibió mención de la Laureada. Actualmente, y desde hace cuatro años, es Docente ocasional en el Programa de Diseño Industrial de la Universidad Nacional de Colombia sede Palmira. Sus proyectos audiovisuales La fortaleza se encuentra en etapa de promoción, Sima y el documental Amigos de la casa en postproducción, y el guion de largometraje Las partidas en reescritura.

 

En sus primeros años de formación, realizó estudios en teoría, crítica e historia del arte, además de múltiples cursos sobre realización y producción audiovisual. Se ha desempeñado como docente en el Programa de Artes Visuales en la Universidad del Quindío e Investigador en proyecto sobre patrimonio en Caldas en la Universidad Nacional de Colombia sede Manizales. En el 2008 coordinó el Festival de Cortometrajes de Manizales, y en el 2009 y 2010 fue ganador del Plan Audiovisual Nacional del Ministerio de Cultura, junto a Moscamuerta, colectivo del que fue cofundador, guionista, productor i-realizador audiovisual. También fue becario del FDC y la Facultad de Comunicación Social de la Universidad del Valle para el Diplomado Internacional de Documental de Creación 2011 y, adicionalmente, ganador de la Convocatoria de Estímulos del Ministerio de Cultura en la categoría Beca de Coproducción Regional para Cortometrajes de Ficción, con su proyecto Julieta Deriva. Ha participado como redactor invitado, crítico de arte y de cine en el Periódico Quehacer Cultural.

Las promesas del arte y las gestas del presente
Apuntes en torno al desarrollo regional y las expresiones artísticas

 

Preludio adverso 

A menudo el arte ha tenido como referencia o ha pretendido representar motivos, acciones y situaciones de lo real, y aunque su promesa fundamental ha sido efectivamente la vida, no ha sido ni sería posible sin la ilusión. Otras de las promesas del arte han sido: la perfección, la felicidad, la salvación, la belleza, lo bueno, lo natural, la libertad, en fin. Y no podemos decir que no las haya cumplido, porque ahí están sus obras para constatarlo: las estatuas de Fidias o las columnas del Partenón; la riqueza cromática y simbólica del arte bizantino y las iglesias góticas con sus vitrales; la Mona Lisa, la Capilla sixtina, y la arquitectura de Brunelleschi; la música clásica barroca y romántica; los proyectos utópicos de Étienne-Louis Boullée, Le Corbusier y la novela realista; hasta las obras de los más entusiastas impresionistas, artistas dada y surrealistas; e incluso la Sopa Campbell.  

 

Que el arte de cada época haga ciertas promesas no debería sorprendernos, a pesar de románticos tan célebres como Kant que llegó a decir que “El arte es una finalidad sin fin”; o el iconoclasta de Hegel que expidió el certificado de defunción del arte Occidental cuando dijo que este había llegado a su fin (porque había dejado de ser necesario espiritualmente, o algo así); y hasta personajes tan excepcionales como Oscar Wilde quien escribió que el arte era inútil. Parece como si todos estos pensadores hubieran advertido lo que la teoría crítica notificó empezando el siglo XX, que el arte iba a cambiar su estatus más o menos espiritual o elitista, al de una vana mercancía, con todo y las revueltas vanguardistas, y su intención de llegar a la vida cotidiana (lo urbano y lo público) y refundar la historia del arte. 

 

Promete tanto el arte que promete un pueblo, una lengua, una nación, una identidad, incluso una revolución o un regimen. En este sentido el arte sí que ha sido instrumentalizado, baste recordar dos películas que, según los manuales, se inventaron el cine como lenguaje: El nacimiento de una nación (1915) y El acorazado Potenkin (1925) de David Wark Griffith y Sergei Ensenstein, respectivamente, quienes lo usaron con unos propósitos propagandísticos bien definidos. He ahí la técnica o el dispositivo cinematográfico al servicio de una ideología, de un sistema o un circuito, y de una industria. No sobra decir que eso no solo se da en el cine, sino también en las artes visuales, la literatura, la música, y además, que tiene una vigencia que abruma. Los ejemplos abundan pero podríamos citar al menos tres: el expresionismo abstracto, el jazz en los años 50 y 60, y el mismo Hollywood en su época dorada, fueron objetivos de los planes estrátegicos de expansión de la cultura estadounidense. 

 

Así que, a estas alturas se podría decir que el arte no es ni tan inmaculado como pensaban los románticos (e incluso Walter Benjamín con su aura) ni tan indefenso, y que en efecto se usa como un instrumento de hegemonización y homogeneización. La experiencia frente a este tipo de arte de vanguardia, decía Benjamín se daba a través de la percepción distraída (del sujeto enajenado), mientras que el Arte (así con A mayúscula) reclamaba contemplación, lentitud. “Percepción en la distracción” le llamaba, en tanto Kant dijo a finales del XVIII, que la percepción del arte, igual que de la naturaleza, era una percepción “desinteresada”. En ambos casos la posición frente a las obras es pasiva, y por tanto la experiencia estética no es una experiencia expandida del conocimiento, sino que se reduce a una experiencia de agrado o desagrado, de distracción, y hoy diríamos de mero entretenimiento. 

 

Por supuesto que todo arte pertenece a una industria, un mercado o un circuito, así que intentar reducir el tema entre simpatizantes del Arte o de la industria es un tanto pueril. Antes que nada el arte devela una verdad, emerge de un territorio y funda un lugar, desterritorializa y reterritorializa, es un acontecimiento, y por eso hace historia y tiene un público. Si a veces nos extrañamos con algunas obras de arte contemporáneo  es porque el público al que se dirige es un público extraño (abstractamente globalizado), un público ajeno a un territorio determinado (se puede leer como local), pero sí definido (por un mecaderista o un algoritmo), porque termina siendo mas o menos uniforme y elitista. Hay unos mecanismos de distinción (enclasamiento le llamaba Pierre Bourdieu) que se activan en la medida que el mercado va cambiando y requiriendo nuevos públicos para sus obras supuestamente nuevas. Esa necesidad exasperante de renovación en la que las vanguardias y el mercado hicieron entrar al arte, es lo que ha hecho que este se convierte en un pastiche en la contemporáneidad, entre otras, porque como escribió Óscar Wilde al principio de El retrato de Dorian Gray: “La moda es un regreso a su pasado”. Hay pastiches interesantes de todas formas, ahí están El nombre de la rosa de Umberco Eco, por ejemplo, o las películas de Quentin Tarantino. 

 

Públicos dispersos y utopías industriales

La promesa rota del arte más estridente fue la de llevar sus obras a la vida cotidiana y así ampliar su público, a pesar de los esfuerzos de artistas, curadores, investigadores, educadores, productores, editores, y espacios independientes. Una revisión rápida de la oferta cultural en Colombia podría arrojarnos que en efecto en la actualidad, no hay más conciertos, salas independientes, ferias de libros, funciones de teatro, etc., que a mediados de la decada de 2000. El festival de teatro de Manizales y el de Bogotá servirían como indicadores de ese comportamiento del sector cultural y del público. Es como sí, contrario a lo que planteara el sociólogo Pierre Bourdieu acerca de la distinción, ese estatus o prestigio tradicionalmente asociado al gusto por las artes y su consumo, hubiera dejado de ser necesario (a lo Hegel), más o menos desde la segunda decada del siglo XXI. En otro texto                    he tratado el tema del boom que tuvieron las industrias culturales y creativas a finales de los 90s, y su caída en la segunda decada del 2000, a partir de ejemplos del Reino Unido, España, y Colombia con el Clúster de Industrias Culturales de Cali. 

 

La industria cinematográfica Colombiana podría darnos otro ejemplo ilustrativo. A principios del 2000 se hacían mas o menos cinco películas en el país, con la Ley 814 del 2003 o Ley de cine, empezó a subir y llegó en el 2018 a estrenar 41 películas (sin contar las que NO se estrenaron en salas, e incluidos los documentales que tampoco se exhibieron en los múltiplex) En esos casi 20 años Colombia aumentó su participación en festivales de Europa (Cannes, Venecia, Rotterdam, Berlín, San Sebastián, etc.) y Norte América (Sundance, Tribeca, etc), y su nivel más alto llegó con la nominación de El abrazo de la serpiente de Ciro Guerra a mejor película extranjera en los Óscar del 2016. La taquilla al principio, a finales de 2015 fue buena para una película colombiana (28 mil espectadores), y después de la nominación fue extraodinaria, acercándose incluso a El Paseo de Caracol TV (que llegó a pasar del millón de espectadores) Pero esos son casos excepcionales, porque la mayoría de pelícuas no pasan de 20 mil espectadores, y muy pocas pasan el límite de los 100 mil, con los que podrían recuperar algo de la enorme inversión. 

 

Dos conclusiones se puedrían sacar con el caso anterior, que en efecto ha subido la producción de cine en el país, pero no el público espectador de esas películas, y que no es precisamente una industria en el sentido cabal de la palabra, puesto que no es sostenible, muy a pesar del Fondo de Desarrollo Cinematográfico (FDC), pues la inversión en los proyectos la mayor de la veces no es rentable. El analisis obviamente no es tan simple, pero es que comparado con la industria hollywoodense que suele ser el referente en las escuelas, de lejos, no estamos ni tibios para ser autosuficientes y sostenibles. Ahora bien, se sabe que alrededor del 80% de las películas que se ofertan en taquilla en Colombia son hollywoodenses, y que curiosamente la oferta de otras cinematografías, italiana, mexicana, argentina, que en los 80s se podían ver en nuestro país, en la actualidad brillan por su ausencia. Eso quiere decir que hay un monopolio no sólo en la producción sino en la distribución y la oferta, porque al final los exhibidores terminan entregando sus salas a los mejores postores. No es que los productores colombianos no sepan hacer promoción, es que el sistema está hecho para favorecer a los grandes estudios o a los grandes mercados. 

 

Con todo, se debe hacer un mayor esfuerzo en la formación de públicos, que es el otro talón de Áquiles de la Ley; para ello, haría falta ampliar la oferta de cine (no reducirla a lo que quieran enviar las distribuidoras gringas), apoyar más los festivales, e incluso abrir salas especializadas en cine colombiano. De nada sirve que se hagan más películas si no hay más programas de promoción y de formación en torno al cine nacional e incluso regional. Contrario a lo que ha pasado en el sector cinematográfico, en el teatro es común escuchar la queja de sus artistas, de la cantidad extravagante gastada para traer compañías extranjeras, respecto al modesto apoyo a la producción y circulación nacional y local. O sea, consolidar plataformas tan importantes para el teatro como los festivales de Manizales y Bogotá, debería suponer un importante desarrollo teatral en estas ciudades, no solo a nivel local o nacional, sino también internacionalmente, pero no. No solo se fue reduciendo el público (en la primera decada del 2000 en Manizales), sino que se alejó de los espacios públicos y urbanos de la ciudad (en la segunda decada en Bogotá), y se refugiaron (o fueron arrionconados por las políticas o el mercado) en el lugar “seguro” y privado de sus teatros y salas alternas. 

 

Repliegues de lo público y la (des)concentración de lo económico

El caso de los teatros de cine es muy ilustrativo para entender el cambio en la industria y las dinámicas del público, puesto que su oferta pasó de los centros urbanos de pueblos y ciudades (en los 80s, y parte de los 90s) a las casas (con el VHS, Tv por Cable, etc) y luego a los centros comerciales. Hay pues una dipersión de la vida urbana en la ciudad, una especie de movimiento centrifugo, que fue debilitando el impacto del arte y la cultura en espacios públicos y en la propia ciudadanía. Mejor dicho, ese paso de lo público a lo privado, de concebir la cultura como un derecho natural a concebirla como un servicio o un producto, ha hecho que se concentre en sus lugares convencionales más o menos elitistas y publicitarios (afín por lo demás a la retórica de la democracia representativa), mientras que su descentralización en lo privado, en sus centros comerciales, salas alternas o independientes, hicieron que el arte y la cultura entrara en dinamicas mercantilistas que en terminos generales ni democratizó (en el sentido de la democracia participativa) la oferta, ni diversificó y cualificó sus públicos. Varias explicaciones se le puede dar a esa suerte de repliegue en lo convencional y en lo privado, que va a llegar, por cierto, al paroxismo en la pandemia. Una podría darse desde lo económico a través del paraguas de las industrias culturales y creativas, justamente en la pretensión de que los proyectos culturales y artísticos se pensaran desde lógicas administrativas como el plan de negocio o el emprendedurismo (que suelen tener una cara oculta de auto-explotación y precarización) 

 

Semejante promesa de integrar lo cultural a lo económico propiamente dicho, debería llevar a recaudar fondos por concepto de boletería o taquilla, compra de libros u obras, pero aun hoy en Manizales se espera una fórmula milagrosa para que el público pague masivamente por un espectáculo teatral o musical, o compre los libros de sus autores y las obras de sus artistas. Entre otras, esa fue seguramente una de las causas de la desaparición del Festival de Jazz de Manizales que no logró la tan anhelada sostenibilidad, sin contar con la inestabilidad que han sufrido en varios años la Orquesta Sinfónica y la Feria del Libro. 

 

Y no es porque los o las gestoras no tengan formación o no tengan la capacidad de hacer que un festival sea sostenible y rentable, hay que considerar otras explicaciones: porque los públicos cambiaron de gustos o cambiaron sus dinámicas urbanas; porque estos nuevos públicos creen que esos contenidos no están a su alcance, o porque no tienen dinero; porque las políticas culturales son deficientes, o porque hay hegemonías y monopolios en el mercado, como en el caso antes mencionado de Hollywood en la cartelera nacional (y recientemente el monopolio de las plataformas de streaming tipo Netflix -que dicho sea de paso, echó a perder la industria televisiva nacional, tan celebre en otros tiempos-, y que eventualmente tendrán que sacarle más impuestos para salvaguardar y promover la producción nacional) No es, pues, un problema tanto de formación o capacitación de quienes trabajan en la cultura y el arte, sino de un mercado que NO logra apalancar sus iniciativas locales para hacerlas competitivas y sostenibles, sin contar con el problema fundamental de acceso regular a la educación, al arte y a la cultura ( ... )  

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El ángel caído- Alexandre Cabanel

Francia - 1847

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