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REVISTA FUERZA DE LA PALABRA
 
SEPARATA ESPECIAL

AUTORES DE LA CIUDAD DE LA LUNA

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Martha Fajardo Valbuena, Chía, 1967

Realizó estudios de Licenciatura en Lingüística y Literatura (Español principal) en la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia. Desde 1996 está vinculada como profesora en el área de Humanidades de la Universidad de Ibagué, Desde 2008 dirige el taller de escritores RELATA-Liberatura asociado a la Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa y desde 2004 dirige la Tertulia Liberatura, espacio de promoción de lectura para jóvenes del Tolima. Coordina también el programa radial “Tertulia al aire; Espacio de promoción de la lectura literaria de la emisora “El anzuelo” del programa de Comunicación Social de la Universidad de Ibagué. Es cofundadora y una de las editoras de la revista “Descalzos o en chancletas” revista de escritura expresiva para docentes en cuarentena. En 2019 ganó el premio de cuento Hugo Ruiz con su libro “Apocalipsis de María y otros cuentos”

Al lado de las gardenias

Entre las hojas de perejil he visto un pequeño dedo. Al comienzo pensé que era una babosa o un gusano, pero cuando me puse las gafas vi el dedito bien formado, blanco, delgado y con uña. Innegablemente, un dedo de Eduardo.

No he podido levantarme de esta silla. Miro la tierra y el sol cae sobre las hojas. No veo cambios. Sé que anoche no estaba el dedo. Los días anteriores no vi un brote, una señal, nada. Yo no esperaba que Eduardo renaciera. Sólo lo puse en la matera porque le prometí que conservaría sus cenizas y él me pidió que lo sembrara en el perejil. Lo hice. Todas mis promesas las cumplí.

Hace unos instantes me bañé las manos y con el índice toqué el nuevo dedo. Quería saber si estaba tibio, pero no pude saberlo. Tampoco observé que se moviera o que tuviera alguna reacción. Quise ejercer presión, pero temí que se partiera y traje la silla para poder mirarlo, tal vez, vigilarlo.

He llegado a la conclusión de que su crecimiento será lento. Lleva sembrado seis meses y apenas ahora se ve su dedo. Me preocupa su tamaño, si crecerá con los días, si es conveniente conseguir una matera más grande, una tierra más abonada. No quiero interrumpir este germinado.

No podré dormir bien en esta espera. Quisiera abrir los ojos y verificar si en la noche hay cambios, pero no puedo llevarme la matera a mi habitación, las plantas son muy sensibles con las condiciones de humedad y luz. Dormir en el vivero no sería bueno para mi salud; tampoco salir en medio de la noche para verlo.

Estos seis meses él no me ha necesitado. Apenas, tal vez, el agua y mi voz en la mañana. Ha crecido bien sin mi apego. Salgo los sábados, llego los domingos en la noche y varias veces he olvidado o no he podido regarlo. Debe haber algo de caos en este plan, como el amor que jamás responde a rutas.

Sin embargo, ansío. La ansiedad me atrapa. Quiero halar ese dedo, ver la mano, el brazo, el tronco, el hombre. Quiero ya abrazar a Eduardo. Podría, pienso, trasplantarlo en un frasco sobre un algodón para poder vigilar su formación.

Podría llevarlo a una ecografía para ver qué hay allí adentro, temo remover la tierra y herirlo, temo no hacerlo y ahogarlo. Quisiera rociarlo más seguido, pero puedo marchitarlo. Esta mañana, una hoja de perejil seca cayó sobre él y yo me puse como loca, no veía el dedo, creí que se había secado. Después de tres meses volví a tocarlo y creo que sentí su temperatura tibia. No se movió. 

Pienso mucho en Eduardo. No sé cómo regresará. Hago planes de cenas, de viajes. Trasplanté la matera a una realmente grande. Lo hice con asesoría técnica. La cara del ingeniero cuando vio que quería trasplantar una planta de perejil fue muy graciosa. Me enseñó a hacer unos cortes en la matera original y de esta manera liberar la tierra y las raíces. Los primeros días la mata de perejil se resintió, pero el dedo no. Al contrario, lo vi más rosado y fue tomando algo de grosor. Le hablo largo tiempo. Pongo la música que más le gustaba, sueño con ver a ese dedo seguir el compás. Busco brotes, quiero ver la mano completa emerger de la tierra.

Ya no llevo a mis amigas al vivero. Antes era feliz alardeando de mis gardenias, de mis violetas y mis tomates. Ahora no quiero que se acerquen. Imagino que, por un azar, alguna piense, como yo al comienzo, que el dedo es un gusano y quiera ayudarme a erradicarlo. Mi perejil está frondoso y fragante. Cuando tomo alguna rama para comer siento su sabor más evidente.  Cierro los ojos y Eduardo viene a mi paladar, tantos años él en mi lengua.

Sueño, ahora sueño tanto. Viajo al encuentro de Eduardo. Voy por Roma y busco la fuente. Voy al cine y Eduardo toma mi mano. Camino derecha y cruzo las calles como una quinceañera. Cocino, limpio, leo, duermo, canto. Se me ha ocurrido que Eduardo nazca niño y que yo deba cuidarlo.

Ocurrió. Como ocurre con las plantas. Estoy sentada junto a la matera. Anoche dormí mal, no fue una pesadilla sino la imagen de Eduardo besándome, tocándome. Esta mañana presentí algo. Me abrigué y crucé hasta el vivero. Tuve que prender la luz porque ahora, en mayo, aún es oscuro a las seis. El perejil brillaba en su color verde oscuro y lo vi. Allí, abajo, el dedo y sobre él lo que pensé era una gota de sangre. Pero cuando me acerqué, la gota brillante descubrió la belleza de una flor recién abierta, roja, con miles de pistilos blancos en el centro, expectante al mundo, a mí.

Los oficios
 

Anoche tuve que lavar una iglesia. Desocuparla completamente de su mobiliario. Verla desolada, sucia, huraña. Al fondo, Dios miraba mi oficio. Barrí desde el altar hacia el atrio. Polvo, empaques de fritura, pelos, escupitajos; un asco ese piso. Dios suspiró por mí cuando llené dos bolsas de la suciedad amontonada por la escoba. Rocié agua bendita y sumergí el trapero en la fuente. No había jabón. Confié en el poder del líquido bautismal. El vaivén de mis brazos me fue cansando y sentí sueño.  Dios carraspeó cada vez que entrecerré los parpados. El piso fue recobrando brillo. Luego, fue asunto de pasar el plumero por los techos, los nichos, los santos y, claro, por Dios, que estornudó un poco. Acomodar el mobiliario fue imposible. Solo soy humana. Señor, este es mi cuerpo que trabaja dije y me quedé dormida en el altar. Lo único que logré fue que, en el momento de despertar, aún faltaran ocho horas para el amanecer.

 

 

 



 

Los disciplinados
 

Les dije que su siguiente tarea era traer un humano estofado. Nos reímos un poco y salieron del salón haciendo chistes y barullo. La mujer llegó temprano a la siguiente clase. La había visto en las filas de atrás y no la percibía muy intelectual. Bonita, pero descuidada. Parecía un ama de casa. Era rubia natural y su acento y modulación, muy sencillos, honestos. Saludé al aire y me senté en el escritorio. Ella se levantó y se acercó a mí, traía una bolsa de plástico mediana. Me saludó y sentí el olor a cebolla, ajo y pimienta. Su voz era tímida. No sé cómo logró afianzarse para decirme que esta vez sí había hecho la tarea. Por fin, dijo, pude hacer algo en su clase. Yo no recordaba haber asignado una tarea. Sabía que estábamos hablando de literatura y tabú. Miré el reloj, era ya muy tarde para que algún estudiante, además de ella, apareciera en  el  salón.  No tuve más opción que continuar con el incómodo intercambio. Le pregunté por la tarea. El estofado, dijo. Me dolió el estómago. Mire, me mostró mientras abría y acercaba la bolsa. ¿Humano? pregunté. Mi esposo, afirmó. Me inquietó saber si ella lo había matado con sus pequeñas manos. Está muy bien cocido me dijo, sabe muy bien, quedó un poco salado, pero traje suficiente bebida   para   todos.   Sobra   decir   que   no apareció estudiante alguno ese día. Es una costumbre de estos tiempos, ante las tareas difíciles, la mayoría de los alumnos prefiere desistir. 

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